Hoy, el Oráculo de Facebook me hizo llegar el siguiente mensaje: “Debes escribir tu biografía”.
Se entenderá mi asombro, aunque quizá no mi disgusto. Es que, si bien comparto lo de las bondades que tiene el “conocerse a sí mismo”, ni se me ocurriría hacer público dicho conocimiento.
Pero la cosa no termina ahí. Como tampoco mi disgusto.
El mensaje contenía más indicaciones.
El mensaje decía que el libro debía intitularse: “TENGO QUE IR AL BAÑO”. Así, cortito y al pie, como ustedes lo están leyendo.
El asombro cedió paso a la indignación en cosa de segundos. Pensé: ¿a quién Cristo se le puede ocurrir ponerle ese título a una autobiografía?
Inmediatamente repetí la consulta, a la espera de una respuesta diferente. Pero no, el título seguía inamovible, con el agravante de afirmar. “Este libro te inmortalizará por siempre”. Sí claro, mascullé, me inmortalizará por siempre en el ridículo y quedaré, con sólo que se lea el título, cual inclusión fósil en la resina de la burla literaria sempiterna.
Al tiempo que pensaba esto, la indignación cedió espacio, entró la esperanza y con ella, un diminuto optimismo. A no desalentarse, me dije. A probar de vuelta. La esperanza es lo último que se pierde.
Y probé otra vez. Y una más. Y muchas veces.
El resultado fue siempre el mismo.
Para el vigésimo intento, la indignación ya había menguado y el optimismo, prácticamente desaparecido. Todo se había corrido para dejar lugar a la indispensable y nunca demasiado bien ponderada, autoconmiseración.
Sollocé internamente. ¿Qué hay en mí que sugiera ese título para un relato de vida? ¿No es evidente la dedicación que pongo en generar belleza? ¿Tan desapercibidas pasan mis reflexiones en torno a la armonía y al equilibrio espiritual? ¿O es que de nada sirven los esfuerzos por dar profundidad a los pensamientos? ¿Cómo es que todo lo mío puede quedar resumido en un prosaico “tengo que ir al baño”?
Dicho esto, intenté recuperar la compostura, dándole vuelta a la expresión a ver si lograba encontrarle cierto valor ético o estético. Me dije: vaya, las mejores ideas son las que se nos ocurren mientras estamos en el baño. Además, ir al baño tiene que ver con procesar las cosas, con eliminar lo que ya no sirve y hacer espacio para algo mejor.
Adicionalmente, todo el mundo sabe que puede decirse “tengo que ir al baño” en señal de repudio.
Al pensar esto, me estremecí. ¿Habría cámaras vigilándome? ¿Cómo diantres saben que suelo apelar a dicho recurso para retirarme con cierta elegancia de una situación que no me agrada?
Mientras decía esto, escuché una voz interior que interrogaba por lo bajo: “¿elegancia?”.
Es un decir, le respondí a la voz. Es un modo de significar que determinadas circunstancias se pueden evitar excusándose y yendo al baño.
¿Huyendo? repreguntó la voz en tono más audible.
La voz en mi interior tiene esas cosas. Empieza hablando bajito, como para no molestar. Como diciendo “perdón, no es mi intención entrometerme, pero…”. Hasta que uno le contesta. Entonces, alza las ínfulas y da la estocada.
Con mi tono más severo disponible la corregí. No dije “huyendo”, dije “yendo”. Y me quedé esperando respuesta.
La voz hizo silencio.
En general ella hace así. Tira la piedra, oculta la mano y te deja pensando. Así que pensando me quedé. ¿Y si tenía razón? ¿Será que, en mi caso, “ir” es “huir”? Y si así fuera: ¿será que el título de mi vida debiera ser ese? ¿El que le corresponde a alguien que se escapa y se esconde?
A esas alturas, mi interior yacía cansado, aplastando lo que quedaba de mi autoestima.
Fue ahí que me levanté. Apoyé ambas manos sobre la cubierta del escritorio mirando fijo la pantalla, mientras el sillón se corría hacia atrás, como asustado. Todavía podía leerse el título que me había dejado el Oráculo en la pantalla.
Respiré hondo y terminé de incorporarme, mientras un escalofrío me corrió por la espalda. No podía contenerme. Comencé a andar.
Lo siento, dije, lo siento.
Es una simple casualidad. Lo aseguro.
Realmente,
“TENGO QUE IR AL BAÑO”