CAPITULO 1: La caballería avanza

En aquella ciudad de principios de la década del 70 del pasado siglo, la efervescencia política estaba llegando a extremos nunca vistos. A esto había que agregar los desequilibrios económicos del país, el aumento de la pobreza, las protestas sindicales, las protestas estudiantiles y las denuncias en los medios de comunicación completaban los ingredientes para la represión brutal y sistemática del gobierno, cuyo saldo fue la persecución y cierre de periódicos y emisoras de radio, el cierre de sindicatos, la detención de líderes políticos y obreros, tortura y asesinatos.

Las protestas populares y estudiantiles no eran reprimidas con balas de fogueo o perdigones, sino con balas de verdad. En más de una ocasión, mis hermanos habían llegado de la universidad contando que los militares habían empezado a disparar desde la calle hacia la universidad, razón por la cual, las clases habían sido suspendidas.

El alma, si es que existe, debe estar conformada por algunas partes como todo en el universo. Yo me la figuro como un conjunto de estanques. Ese conjunto de estanques, lagunas o mares está en algún lugar de nuestro interior. Ese lugar no es fijo y cambia de un ser a otro. Es así como algunos lo tienen en su cabeza, otros en su garganta, habrá unos que lo tengan en el corazón; otros en el estómago, riñones o intestinos e, incluso puede estar en las manos o en los pies.

Hay estanques profundos y los hay superficiales. Cuando el agua está tranquila y cristalina es posible que hasta crezcan los nenúfares. Los hay que parecen tranquilos y cristalinos en su superficie, pero por dentro son un hervidero de inquietudes y pueden tener hasta monstruos. Otros no son cristalinos sino que son un mar encrespado, no hay sitio para los nenúfares en aquella agua putrefacta.

El alma del país estaba, como mínimo, agitada. Unos podrán decir que incluso estaba rota en miles de pedazos. Otros dirán que había sido asesinada. Otros, moribunda y habrá los que digan que estaba saludable y dura como un roble. Cada uno viendo únicamente la celdita de su realidad a través de sus ojos, sin darse cuenta que el alma de un país es la sumatoria de todas y cada una de esas celditas personales, de cada uno de los estanques, de cada riachuelo, de cada río o de cada mar incluyendo los de aquellos que ya no están en este plano de la vida.

Recuerdo que aquel día estaba cubierto de un cielo tan pero tan gris que casi parecía que fuera de noche, aún cuando apenas era mediodía. De repente, el cielo se abalanzó sobre la ciudad en forma de una lluvia espesa y persistente. El murmullo de las gotas que golpeaban sobre los cristales de las ventanas, sobre las cornisas y techos poco a poco se fue transformando en un gran estruendo con la ayuda del viento.

Mi madre y yo éramos los únicos en casa. Ese sábado, mis hermanos habían partido al sepelio de un compañero universitario que había sido asesinado durante las protestas. El servicio velatorio se estaba llevando a cabo en uno de los auditorios de la universidad. Mi padre aún no había regresado de su trabajo.

Yo me sentía muy inquieto, quizás por reflejo de lo que estaba sintiendo mi madre. Ella sabía que mis hermanos estaban en el sepelio y, que la policía y los militares disolverían el acto fúnebre con los métodos pacíficos que los caracterizaban. El ambiente olía a humedad, a oscuridad y a tragedia.

De repente, en la calle se escucharon ruidos distintos a los de los carros. Era un ruido metálico que sonaba acompasadamente. Mi madre y yo nos asomamos a la ventana de la casa que da a la calle.

–¡Es la caballería que viene! ¡Hijo, ese ruido es el de los cascos de los caballos al golpear la calzada!–, dijo mi madre.

En pocos segundos los vimos pasar enfrente de nosotros. Efectivamente, en medio de aquella lluvia espesa, iba la policía montada blandiendo sus sables en la mano camino a la universidad; los blandían con aquel desparpajo, insolencia y superioridad que da el saber que ellos son los dueños de la fuerza y del poder y, que van camino a enfrentar a un grupo de muchachos cuyas únicas armas eran algunas banderas, algunas pancartas y sus voces en coro.

Fue ese día que aprendí que nunca se le debía dar la razón a un grupo de gente armada que ataca a otro grupo de gente desarmada.

El sepelio fue disuelto. El saldo de la batalla campal fueron algunas docenas de detenidos y varios heridos, afortunadamente ninguno de gravedad. Mis hermanos regresaron sin un rasguño en su cuerpo pero con el alma agitada y triste. El alma de la casa ahora estaba turbia.