La vida me hizo encontrarme con él, en este mismo lugar, después de un tiempo de no vernos. Habíamos terminado nuestra amistad por motivos que Javier nunca me explicó, pero que yo intuí que tenían que ver con el miedo que sentía por mis sentimientos hacia él. Me había alejado, por mi lado, sin poder olvidar lo que habíamos vivido juntos.

Pero cuando lo vi, por casualidad, en una cafetería, sentí que el corazón me latía con fuerza, que las manos me temblaban, que los ojos se me llenaban de lágrimas. Lo saludé con un abrazo, con un beso, con un suspiro. Me senté a charlar con él, a recordar con él, a reír con él. Lo miré con ternura, con nostalgia, con deseo.

Y sentí que el amor que aún me quema, que el fuego que me unió a él sigue vivo, que su recuerdo no ha muerto. Pero al mirarlo, también imaginé un sinfín de posibilidades, de lo que podría haber sido, de lo que podría ser, de lo que podría hacer. Al salir de ese trance, me di cuenta de que no podemos estar juntos, de que hay cosas que nos separan, de que la vida nos ha puesto obstáculos. Y le dije adiós, con un abrazo, con un beso, con un suspiro. Me despedí mentalmente porque no me animé ni siquiera a saludarlo.

Y me fui, por mi lado, tratando de olvidar que no tuve el valor de acercarme a preguntarle qué tal estaba y si también sentía ese amor que aún me quema y que un día pudo abrasarnos en una hermosa hoguera, que se apagó sin siquiera haberse iniciado.