Yo era una niña cuando oteé por primera vez a Evaristo. Vivíamos en un primer piso, y me pasaba las horas muertas en la ventana escudriñando a unos y a otros. A los más reticentes, hubiera jurado conocerles por dentro: sus maneras de comportarse al hablar con algún conocido, los gestos, la forma de caminar, los movimientos mecánicos, incluso me hablaban de sus estados del alma, de su forma de ser.

El que más me cautivó fue el galán de doña Asunción, nuestra vecina del segundo piso. En aquel entonces aún era joven y apuesto. Pasaron años en la misma actitud. Jamás le vi subir a su casa, y sí despedirse quitándose el sombrero para, después, besar con un leve roce de labios la mano de la mujer que en esos momentos parecía una dama, aunque en la convivencia vecinal fuera insoportable. A doña Asunción la podías ver por las escaleras y darte ganas de vomitar por su mero aspecto: tez ajada, amarillenta. Su ropa olía mal, no tenía apenas cabello. Todo le molestaba, cuando era ella la que mortificaba al resto de la comunidad.

Sin embargo, en los encuentros con Evaristo dejaba una estela de perfume delicioso en el portal, la piel era tersa y de buen color. Su pelo semejaba un frondoso jardín de orquídeas en forma de mariposas brillantes. Al ver Evaristo se la iluminaba la cara con una sonrisa. Sus movimientos eran delicados, así como la musicalidad de su voz al dirigirse a él.

Un buen día, estudiando yo primero de carrera, él desapareció de escena. En el decorado surgió un nuevo acompañante. Nada que ver con el anterior, y sí muy cercano a la verdadera doña Asunción. Éste subía a su casa y preparaban unas grescas que nos tenían a todos escandalizados. Una noche, mi padre tuvo que llamar a la policía. Cuando ésta llegó, era demasiado tarde. Él la había estrangulado. Por los periódicos nos fuimos enterando de los pormenores. En ese momento entendí muchas cosas, sobre todo la más importante: las apariencias son sólo eso. Engañan y ciertas situaciones a veces no son tan fáciles de comprender, y menos para juzgar. Lo único decente que tuvo esa mujer atropellada por las circunstancias, los maltratos de un marido que terminó matándola, fue aquel caballero que la cortejó durante los años en los cuales el esposo estuvo en la cárcel por ladrón y no sé cuántas cosas más.

El verano en que me licencié, me salió trabajo en una de las bibliotecas municipales situadas, para la estación, en los parques de la ciudad. Principalmente los visitantes más asiduos eran los chavales de doce y trece años y, esporádicamente, algún adulto. A primera hora de la mañana se formaban largas colas para coger los libros. En una de ellas encontré de nuevo a Evaristo. No habían pasado los años por él, sin embargo, se me antojó triste al apreciar las ojeras que jalonaban sus ojos a pesar de ir bien vestido con termo, corbata y sombrero de verano. Sus ademanes seguían siendo exquisitos y, con suma educación, me preguntó qué libros de poemas había en la biblioteca ambulante.

A partir de aquí comenzó una extraña relación con este hombre. Cada mañana a las diez en punto estaba esperando. Me regalaba una dulce y tímida sonrisa y, mientras yo buscaba su pedido, me contaba alguna anécdota de su vida. Después, se sentaba en un banco frente a la biblioteca. Al observarle, ofrecía una estampa muy hermosa aquel hombre que entraba en la ancianidad con porte y serenidad mientras se concentraba con agrado en la lectura; los rayos de sol que se colaban entre las hojas de los árboles iluminaban su silueta.

Si tenía algún hueco libre, me acercaba a charlar con él. Así pude conocer a poetas maravillosos como Francisco Pino, Oliverio Girando o Cesar Vallejo. Incluso saber que él era poeta. En alguna ocasión me leyó algún poema suyo: “Yo sólo creo en los placeres de la cama/ y en la irremediable soledad del alma” *… Entre sus versos intuí la forma que él tenía de ver el mundo, el desgarro de su lírica y su crispación ante el engaño y el desamor. Poseía, además, un fino e irónico humor al narrarme pasajes de su historia más personal. Era un descreído de la vida, se burlaba de ella, pero palpé que al fin y al cabo era un buen hombre.

Se había casado dos veces y en ambas fue abandonado, sin embargo, los hijos de los dos matrimonios fueron a vivir con él hasta que se independizaron. Ahora, me decía, con una leve nostalgia, que vivía solo y el silencio a veces le pesaba demasiado.

Me moría de ganas por preguntarle por doña Asunción, pero siempre había algo que me echaba hacia atrás. Él era tan comedido, delicado y cauto, que me intimidaba. Sí notaba que necesitaba hablar, oír su propia voz y yo, lo único que podía hacer por él, era acompañarle, escuchar sus sabias y cifradas palabras.

No obstante, una tarde en que yo estaba cerrando ya la biblioteca, se personó y me contó que venía del médico. Debí poner cara de susto porque enseguida me tranquilizó contándome que su dolencia venía de antiguo y que había aprendido a vivir con ella: sufría depresiones y el psiquiatra de vez en cuando le cambiaba el tratamiento. Me reconoció con renuencia que las pastillas no eran suficientes si no se acompañaban por una fuerza interior de búsqueda de valores espirituales. Los antidepresivos podían atenuar el dolor, pero no eran capaces sin la voluntad del enfermo de recuperar los alicientes que daba la vida, y él ya no tenía ganas de luchar ni de buscar. Su tiempo había pasado.

Aquella confesión me dejó desconsolada. Le noté totalmente entregado a su desgracia y yo no supe qué decir. Pero no me hizo falta pues Evaristo, con la amabilidad que le caracterizaba, se ofreció a acompañarme hasta el autobús y de paso, me narró el trozo más importante de su vida: doña Asunción…

Se conocieron siendo muy jóvenes y, su historia no tuvo nada de insólito y sí mucho de común con otras que suceden a diario. Evaristo era un chico muy apuesto, de buena familia y con gran éxito entre las mujeres, aunque él nada hacía. Afirmaba que era la timidez junto a su buena conversación lo que más las atraía. Sin embargo, sus ojos se posaron en la menos adecuada. Asunción fue una mujer que le amó demasiado o demasiado poco, según se mire. La relación entre ellos resultó tóxica y dañina. Ella era incapaz de ser fiel a nadie. Le gustaba flirtear demasiado, quizá porque se supiera, en aquellos momentos, atractiva y que, junto a su amor por una mal entendida libertad, un buen día se largó, dejándole con dos niños. Tiempo después, quiso volver, pero él sólo la ofreció amistad sincera, un hombro donde llorar penas y un corazón que la hiciera respetarse así misma… En voz queda, me explicaba: “Compréndeme, era la madre de mis hijos”.

Nunca llegó a entender el fracaso estrepitoso con las dos mujeres con las que se desposó, ni su falta de voluntad para liberarse de las redes del amor, ese eterno desconocido que marchitó su corazón. Cuando se enteró de la muerte de Asunción, él murió también… Escribió su último poema y rompió la pluma con la que siempre dibujó carencias y deseos.

Al acabar de relatarme ese pedazo de su vida, ya se había ido mi autobús. Las luces de la ciudad, los barrenderos y el silencio era el único rastro de vida que quedaba a esas horas. Sentados en la parada como dos estatuas, enmudecimos. Pasé mi mano por su hombro. En poco más de tres horas había envejecido una barbaridad. Me impresionó profundamente, no ya su historia sino su actitud al rato de terminar de hablar porque me dio las gracias de una forma, con un tono revelador de despedida, de agradecimiento tan profundo y sincero por haberle escuchado que, cuando a los tres días leí en la prensa el suicidio de un hombre, supe que era él.

A la semana de su desaparición, recibí una carta. El sobre contenía sólo un poema:

“Puede que sea la tristeza/ que nace con los brotes del otoño y muestra/ su talante umbrío cuando caen las tardes. / Tal vez la soledad que cubre de penumbras y algodones grises/ que empapan el silencio de lágrimas calladas y bajan/ entre surcos que la piel ampara. / O ¿por qué no? Las ilusiones entre cortinas mecidas por la brisa/ que son tan largas de dolores que el tiempo no las abandona y afloran/ los odres de recuerdos que al pasar han fundido en blanco y negro. / Puede que sea tanta la tristeza de este otoño/ que me da igual que muera yo o que mueran otros/ sólo me abrigo en la esperanza y sueño.” *

Al terminar de leerlo, me hundí en una dulce y triste nostalgia.

Nunca olvidaré que tuve el privilegio de conocer a un venerable anciano, víctima de sus sentimientos. Un hombre honrado y un caballero… un tímido seductor.

*El poema es de Luis Alfredo Alcocer.