Ella se fue deshojando poco a poco. Con el paso del tiempo, se le fueron perdiendo las hojas como si fuera el goteo de una fuente que, sin que nadie lo advierta, derrama poco a poco el agua pura hasta que llega un momento en que agota el manantial. Ella, que siempre había estado repleta de flores, se desprendió también de sus pétalos y dejó una preciosa alfombra roja a su paso por la que todos querían pasear.

Ella lo dio todo por los demás. Se desvivió por sus amigos, por su familia, sus compañeros, sus vecinos e incluso muchos desconocidos. Todos ellos, conocedores de la acogedora sombra que proporcionaban sus hojas, acudían a ella para que les otorgase la plácida vitalidad de la savia que corría por sus venas. En todos los casos, sin excepciones, los atendía con su mejor sonrisa, otorgándoles el amparo solicitado y una dosis extra de diligencia.

Proporcionaba a los demás los mejores cuidados para que todos pudieran lucir unas hojas como las suyas, verdes, fuertes, brillantes, llenas de vida. Para que todos pudieran enorgullecerse de las flores que les brotaban cuando ella acudía a su llamada.

Pero en el afán por cuidar de los demás olvidó un pequeño detalle. Sus hojas, sus flores, sus frutos también precisaban de cuidados. Ella necesitaba también agua y sol que renovasen la savia de su interior, que la mantuviesen verde y espléndida. Fue postergando estos mimos en aras de mantener a los demás en el estado más floreciente posible.

Un día perdió una hoja. Hacía tiempo que había perdido su verdor y se había tornado amarilla hasta que, al fin, cayó y quedó perdida por el camino de las exigencias. No le dio importancia, tenía de sobra. A esta primera le siguió otra, y otra, y otra… Para cuando quiso darse cuenta, se había deshojado por completo. El proceso fue implacable.

Trató de ponerle remedio, fertilizó su vivero y lo regó en abundancia. Pero hasta el tronco se había secado. Ya era demasiado tarde.