Aquella mujer madura, víctima de su elevada posición creada a
base de talento y esfuerzo, necesitaba desesperadamente
encontrarse a sí misma. ¿Tenía algún sentido su vida?
Descubrió que sólo se tenía a ella. El trabajo y el dinero, que los
tenía, no le habían permitido dejar crecer sus sentimientos, pero
ahora de algún sitio le brotaban sin llamarlos.
Pensó viajar a la tierra de sus orígenes. Tal pensó, y tal hizo. Cruzó
el atlántico y se presentó en una minúscula aldea, en medio de un
campo Castellano Manchego.
Cuando llegó tuvo una agradable sorpresa. En la casa de sus
abuelos maternos, aún vivía un tío “Matusalén” del que nadie
conocía su edad. Tenía en plena forma su cabeza, pies y manos, y
la recibió preparando para ella lo mejor que tenía.
Al llegar la noche, durmió en la que fue habitación de su madre.
Por la ventana entraba la luna llena iluminando todo, y desde la
cama podía ver una lámina clavada en la pared, que daba un poco
de interés a las desnudas paredes encaladas.
Desde la base del cuadro serpenteaba un camino, perdiéndose en
el centro del bello y misterioso paisaje, ahora quedaba escondido
por los árboles tupidos de flores, igual que la hierba, después volvía
a surgir, invitándola a caminar por él y descubrir todo su recorrido.
Así lo hizo, dio el salto. La fragancia y el colorido de las flores la
tenían alucinada. Miraba por aquí, miraba por allá, todo era belleza,
olores frescos. Un conejo despistado la adelantó dando saltos,
haciéndola sonreír. Miró hacia arriba, aquel azul del cielo nunca lo
había visto. Pájaros volaban cantando sobre ella, todo era un
desafío a sus sentidos.
Siguió caminando extasiada. Pensó que estaba en el Cielo
inmerecido. De detrás de unos arbustos junto al camino, oyó una
voz cristalina que la llamaba. Apareció una mujer de apariencia de
antigua campesina, aunque con ojos de princesa. Pudo reconocerla,
era su madre. Se hicieron una en el abrazo sin final, entrelazaron
sus manos, y siguieron caminando juntas compartiendo vida.
Al final del camino, una humilde casa con olor a hogar. El reír de
madre y alegre cantar.
  • —¡Quédate, mi niña, hay techo y comida, y muchos tesoros que
    descubrirás!
    —¡Sí mamá, volveré!
    Allí dejó nuestra amiga a su madre y siguió caminando. Oyó un
    gallo cantar, el despertador que no había puesto. Había vuelto a la
    realidad, agradecida por aquel sueño amoroso con su madre.
    Quizás, la estaba invitando a quedarse en la casa familiar,
    cambiando el rumbo de su vida. Esos serían días para valorar y
    decidir.