“Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.”

Elegía – Miguel Hernández.

Aquella casa tenía varios niveles, ¿te acuerdas? Desde la calle entrabas y la primera puerta que te encontrabas a mano derecha era la entrada en donde vivían los abuelos. Si seguías hacia abajo te conseguías otra puerta que era en donde ustedes vivían.

Más abajo estaba un patio y al lado de él, el pedacito de casa en donde vivíamos nosotros. Frente a ese patio estaba aquella gran batea de piedra y luego tenías que bajar, bajar y seguir bajando por unas escalinatas de piedra hasta un patio de tierra en donde habían tres puertas, una del taller del abuelo y las otras eran viviendas. Si bordeabas la última vivienda, llegabas a un patio empedrado con un muro pequeño que era el límite entre la casa y el barranco. Desde ahí se veía la fábrica de papel y aquel camino de tierra que fue, en más de una vez, la red que detenía aquella pelota rebelde que se iba a explorar el mundo ante nuestra vista sorprendida que luego se llenaba de preocupación.

Cuántas veces fuimos más grandes que Pelé, Cruyff, Estupiñan e incontables jugadores de fútbol en aquellos patios. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer.

Y aquella mañana nos reunimos a jugar. Era el primer día de las vacaciones escolares y teníamos todo el día para jugar y volver a jugar, y tú llegaste con tu par de zapatos nuevos. Te habías destacado en la escuela y mis tíos, es decir tus padres, Jorge y Alicia, te habían comprado aquel par de zapatos brillantes. Con esos zapatos no vas a poder darle a la pelota, recuerdo que te dije y entonces subiste a buscar unos zapatos para jugar y cuando regresaste llevabas en la mano los zapatos nuevos.

Aquella mañana, la cancha escogida fue la última de la casa, es decir la que daba al barranco, escogimos quién sería cada quién en la cancha y empezó el partido: Javier en la portería y tú y yo atacábamos o defendíamos según fuera el caso. Más tarde, los roles cambiaron, yo porteaba y tú y Javier luchaban por la pelota. Y fue ahí cuando la pelota rebotó en una piedra y salió volando por el aire, traspasó el muro colindante con el barranco y siguió rebotando hacia abajo hasta llegar al camino de tierra.

Entonces empezaba la aventura de salir de la casa burlando a los abuelos. Una vez en la calle caminábamos a mano izquierda hasta unas escalinatas interminables que llegaban hasta el camino de tierra. Una vez allí, doblábamos a la izquierda de nuevo hasta llegar al sitio donde la pelota se había detenido. Luego hacíamos el viaje de regreso y entrábamos a la casa con mucho sigilo para no ser descubiertos por los abuelos.

Siempre que la pelota rodaba barranco abajo, al menos uno de nosotros se quedaba arriba como un centinela a distancia para disuadir a cualquiera que quisiera tomar la pelota y llevársela. Siempre hacíamos eso, pero esta vez fue la excepción. Los tres: Javier, tú y yo nos embarcamos en la aventura de ir a buscar la pelota y dejamos tus zapatos nuevos en una esquina de aquel patio.

Logramos recuperar la pelota y regresamos a la casa. Durante el regreso tú estabas inquieto, querías llegar rápido para tener el par de zapatos nuevos en tus manos. Llegamos a casa y bajamos al patio… ¡los zapatos no estaban, habían desaparecido! ¡alguien los debía haber tomado! O mejor dicho, ¡alguien los había robado! Después nos imaginamos que ese alguien también los pudo haber escondido. Los buscamos en cada rincón del patio, en el medio de los jardines, en cada lugar imaginable e inimaginable, pero no los encontramos. Cansados y frustrados cada uno se fue a su casa pues era la hora del almuerzo.

Al rato te vi corriendo delante de tu papá que gritando te decía que te iba a dar tu merecido por andar perdiendo unos zapatos nuevos que ni siquiera habías tenido oportunidad de estrenarlos. Tú corrías alrededor de la batea pero finalmente te atrapó y te llevó a la casa mientras te regañaba fuertemente. Lo cierto es que aquellos zapatos desaparecieron. Tú te lamentabas mientras Javier y yo tratábamos de consolarte. ¿Te acuerdas? Sé que no, porque estoy hablándole al viento que mece mi pelo y sé que el viento no tiene memoria. ¿Te acuerdas? Y sé que no, porque ahora estoy mirando a las nubes y ellas tampoco tienen memoria. ¿Te acuerdas? Y no, porque hace mucho tiempo te fuiste para ser nube, viento y polvo de camino.