Aquí, tumbado bajo el olmo protector de las de las flechas que envía sin
piedad el astro que ilumina este medio día de julio bochornoso, observo la
pequeña choza de piedra donde mi amo se está echando la siesta al
fresco que sube del suelo. Está justo ahí, a mi izquierda, al lado de la plana
era donde su nieta con buen sombrero le sustituye subida a la trilla.
Desde la choza, comienza a crecer poco a poco, con suavidad, la ladera
del cerro. Los matorrales espinosos y resecos, han crecido como
desesperados tapando la tierra y los tesoros que esconden, madrigueras
de conejos, ratones, hormigueros y otros.
Ahora, acompañadme a lo alto del cerro, donde siempre subo
persiguiendo algún saltamontes, lagartija o mariposa… Ya estamos arriba,
jadeo feliz, y con mi lengua fuera intento lamer todo el oxígeno que puedo.
La maleza se enredó por toda mi ensortijada piel, ya me veo al abuelo al
fresco de esta noche, con su paciencia adquirida, limpiar mi pelo.
Tiene su recompensa llegar aquí, abajo vemos la llana era, donde siguen
dando vueltas y vueltas las sufridas mulas sin un sombrero, arrastrando la
trilla y la niña. Parecen felices de cumplir su designio, pero prefiero el mío,
ser perro animando a mi amo y siempre a su lado es el mejor de los
trabajos.
También vemos, que donde acaba la ladera, al lado de la choza y el olmo,
sale el camino reseco y polvoriento que te acerca al pueblo. A lo lejos
pueden verse las cuatro casas blancas que lo forman, y en el centro la
iglesia, fruto de la fe de otros tiempos.
Voy a bajar contento a tomar el agua, y comer el arroz del cuenco que me
deja el amo a la sombra del olmo.
Palabras 296
S.D.G. Paquita Mejías Mayordomo