Avelina tenía terror a la oscuridad además,  de otros muchos miedos difíciles de catalogar, sin embargo era una mujer valiente. Esto podría  parecer una contradicción aunque no tiene porqué.  Ella era una mujer valerosa que, plantó cara a la vida  con una fortaleza envidiable cuando su marido falleció, dejándola con tres niños de corta edad. Cierto es que tuvo  ayuda por parte de sus padres para cuidarlos, sobre todo al más pequeño que sólo contaba catorce meses cuando enviudó. La niña de cinco años y el segundo de tres ya iban al colegio lo que liberaba  bastante a los abuelos y a ella misma,  pues tenía que seguir trabajando para sacarlos adelante. Cuando los recogía por la tarde les dedicaba todo su tiempo y les daba el cariño y la educación que su marido y ella habían decidido para sus hijos, haciendo de padre y madre al mismo tiempo.

 

Los miedos llegaban después. Mientras los niños descansaban y soñaban sus mundos de fantasías,  ella sentía la soledad de la casa y de su cama. A veces la sensación era tan angustiosa que no podía soportarlo y se acurrucaba contra sí misma en la postura protectora que adopta el feto en el seno de su madre hundiéndose en un sueño habitado por los recuerdos.

 

Sentía  el silencio y la oscuridad de su casa poblada de monstruos que la acechaban y que no podía controlar. Antes de acostarse revisaba todas las habitaciones. Cerraba la puerta del piso con llave y trancaba una silla contra el picaporte; miraba bajo las camas de sus hijos y la suya; apagaba luces tras ella con la sensación de que alguien la seguía; comprobaba una vez más que los niños dormían y llegaba a su habitación. Encender las luces era un ejercicio  de voluntad pues temía que al  tocar el interruptor otra mano rozase la suya. Todos estas fobias la acompañaban desde niña, sobre todo el que sufría cuando ya estaba acostada.

 

Después de haber comprobado que bajo su cama no había nadie, se introducía en ella tapándose con las sábanas hasta la cabeza. Sentía pavor al imaginar que, si uno de sus pies o brazos colgaba por casualidad fuera del colchón, los habitantes de la oscuridad pudieran tirar de ellos y arrastrarla hacia el agujero de sombras que proyectaba el lecho sobre el suelo. Cuando por fin  conseguía conciliar el sueño, éste se hallaba poblado de fantasmas; pesadillas en los que sus hijos y ella misma eran amenazados por las fuerzas oscuras e invisibles desde el mundo de ultratumba. Sólo recuperaba  la tranquilidad al despuntar el  día cuando la luz que se colaba por  las ventanas iluminaba la casa arrinconando sus miedos nocturnos. Las risas de sus hijos, los besos y abrazos que le daban al levantarse acababan por desechar cualquier rastro de inquietud en el alma de Avelina y la racionalidad volvía a ella para hacer frente a las necesidades diarias de la familia, sin dejar ningún resquicio abierto a cualquier otro pensamiento.

 

Cuando sintió los primeros síntomas de la enfermedad, sus hijos ya eran grandes. Habían pasado las barreras de la niñez y la juventud y caminaban, por ellos mismos, la senda de la vida como seres adultos y responsables. El espacio de visión de la mujer se reducía drásticamente impidiendo apreciar el perfil de objetos y personas ante ella, con lo que no podía discernir la identidad de cada cosa en forma clara y concisa. Tropezaba al andar o dejaba de saludar a personas conocidas desde siempre y lo que más la afectó fue tener que dejar su trabajo. Cuando el médico dijo que lo suyo era una  rara enfermedad de los ojos y que, en poco tiempo perdería por completo la visión, su mundo se derrumbó. Los hijos, así como ella, no aceptaron este primer diagnóstico, por lo que la apoyaron y acompañaron a visitar diferentes especialistas, pero todos coincidieron. No había cura para la enfermedad y en breve Avelina quedaría completamente ciega.

Su mayor pesadilla se iba a convertir en realidad. Tendría que afrontar los años de vida que le quedaban  en la angustiosa sensación que  le producía sentir la ausencia de luz a su alrededor. El temor a encender los interruptores, ahora se multiplicaba por dos al tener que tocar las paredes para moverse por la casa. El miedo a encontrarse frente a alguien o algo que no vería la dejaba indefensa ante  sus fantasmas  reales y ficticios. Intuía un mundo habitado  por seres  terribles que la iban a hostigar continuamente en su oscuridad, ya fuese el día o  la noche pues ahora no habría diferencia alguna y se sintió demasiado vulnerable para enfrentarse a ellos para encarar, con la valentía que le caracterizaba, su nueva vida.

 

Aquella mañana después de levantarse  se preparó como hacía a diario. Miró su cara en el espejo y pensó que, para sus cincuenta y cinco años, todavía se conservaba bien  aunque ahora, eso era lo que menos le importaba. Cogió el bastón que había comenzado a utilizar para prevenir posibles caídas ante la imposibilidad de definir las distancias y tomó el camino hacia la playa. Estábamos en Octubre.

 

La hija que siempre la visitaba a mediodía, encontró una carta dirigida a ella misma y sus hermanos explicando los motivos de su decisión y diciéndoles lo mucho que los quería. Les pedía perdón por la decisión que había tomado al no poder enfrentarse con la enfermedad.

Ellos sabían de la fortaleza de su madre frente a la vida pero nada conocían de los miedos que tenía a la oscuridad.

 

Sin perder tiempo en avisar a los demás, la joven se dirigió al lugar favorito que Avelina le gustaba disfrutar frente al mar. Intuyó que ese sería el sitio elegido y tuvo miedo de no llegar a tiempo.  Intentaría convencerla de que ella la ayudaría a sobrellevar sus terrores. Que no debía desaparecer de sus vidas. Que todavía la necesitaba y estaba segura de que sus hermanos también.

La vio en la distancia. Recortada su figura contra un horizonte limpio de nubes y salpicado de espuma. Comenzó a correr temiendo que diese el  paso fatídico hacia el vacío. Llegó hasta ella casi sin aliento en el momento que Avelina se giraba con intención clara de marcharse de allí.

Madre e hija se fundieron en un abrazo y lloraron, la hija aliviada, la madre agradecida Avelina en un susurro dijo:

—No he podido hacerlo hija. Los brazos de tu padre me han sujetado en el último momento.

—Gracias mamá.

Y cogidas del brazo, volvieron a casa por el camino de la playa