Es época de vendimia. Anastasia camina por la vereda que parte en dos las vides del pueblo. Ve racimos por el suelo y pepitas picoteadas por las urracas. A lo lejos, distingue humo negro y escucha el golpe seco de varios cañonazos en la vega del río. No hay cuadrillas para arrancar los frutos. Jóvenes, como Nemesio y Pascual, y otros no tan jóvenes como Félix, el padre de Anastasia, con escopetas de caza, con algunas pistolas y mosquetones que se apropiaron en la casa cuartel, salieron del pueblo a finales de Julio. «Voy a defender la libertad», le dijo Nemesio a Anastasia sin que ella entendiera bien qué quería decir.
Los montículos que dibujan el horizonte hacen de visera al sol, pero Anastasia, cegada por algún rayo oblicuo, sabe que pronto no habrá luz y ella debería estar en casa antes de hacerse noche cerrada. El camino de vuelta lo hace jugando a saltar sobre la propia sombra. Se sabe acompañada por la silueta alargada de su cuerpo, ya el de una mujer, sin importarle que sea delgado y frágil, como las tizas que de niña usaba en la escuela. Desde entonces, tener hijos ha formado parte de sus sueños. Hace ya dos meses, sin embargo, es en los que tiene al dormirse cuando siente otro latido dentro de su vientre.
Estos sueños comenzaron tras la fiesta de la Virgen del Rosario, recuerda Anastasia. Y no ha dejado de tenerlos, ya que, una vez terminada la romería, con la orquesta tocando pasodobles, eligió bailar con Nemesio y no con Pascual, que también se lo pidió en más de una ocasión. Desde siempre ella solo ha tenido ojos para Nemesio, que, aunque sea tímido, sabe mirarla de frente, y no como Pascual, que solo la observa de la barbilla hacia abajo. Durante los bailes, Nemesio la sujetó por el talle con manos alargadas y huesudas. Anastasia no olvida el calor que sentía por dentro cada vez que él la estrechaba. A partir de ese día, Nemesio y Anastasia se empezaron a ver cada atardecer. En cuanto dejaban atrás las casas del pueblo, se cogían de la mano al mismo tiempo que paseaban. La última vez que estuvieron a solas, Nemesio la besó en los labios varias veces, fue en el mismo lugar por el que ahora ella camina. Unas pocas horas más tarde, también durante un crepúsculo parecido, Anastasia le vio subir a un camión con un fusil en la mano.
—¡En cuanto vuelva te pediré que seas mi novia! —le escuchó gritar a Nemesio mientras se alejaba.
Sin luna, la oscuridad se va adueñando de todo lo que rodea a Anastasia, a pesar de sentir muy cercanos los sembrados por el olor a arcilla que desprenden. El mismo olor que tenían las manos de Nemesio al ir a buscarla y con las que ella ha soñado la pasada noche. Unas manos que la desnudaban para sembrar vida en su vientre.
Con todos los vecinos dentro de las casas, las pisadas de Anastasia retumban nada más cruzar las primeras calles del pueblo. Las persianas, cerradas por completo, estrangulan la luz y apenas filtran claridad hacia afuera. Camina apresurada, pegada a los muros en el momento que distingue a lo lejos, en la entrada a la plaza del ayuntamiento, la figura de un hombre que, gracias a la pavesa brillante de un cigarrillo, ve apoyar la espalda sobre la pared. Tan solo a unos pocos metros, Anastasia descubre que es Nemesio. No puede esperar a estar a su altura y echa a correr.
—Nemesio ¡Estás aquí, has vuelto! —le dice sujetándole la cara con las dos manos para besarle, primero en la mejilla, pero sin pensarlo mucho, después en la boca. La barba de varios días de Nemesio le raspa. No le importa. Ni la barba ni el olor a sudor.
—Sí, tengo un permiso de veinticuatro horas. Vine a verte, a decirte que estoy bien —contesta él en cuanto separan sus labios.
Anastasia comprende que esos ojos, a los que no deja de mirar, están a punto de desbordarse. Intenta rodearlo con los brazos, aunque es Nemesio quien la estruja contra el pecho para, inmediatamente después, sentir la mano de él correr por su pelo y nuca. En el abrazo, sus temblores se suman, imaginando Anastasia que el tiempo se ha detenido en cuanto la negrura termina por cubrir todas las esquinas. Ellos apenas distinguen nada a un par de metros más allá de donde están. A Anastasia no le preocupa, puede ver a Nemesio con la yema de los dedos.
—¡Vámonos! —dice ella agarrándole de la mano.
Al echar a andar, Nemesio pone el brazo sobre el hombro de Anastasia, pero dejándose llevar por ella.
Sin hacer ruido han entrado por la escalera de atrás al sobrado de la casa de Anastasia. A la chica le brillan los ojos mientras las manos de Nemesio sueltan botones para deslizar fuera del cuerpo camisa, pantalones y calzones. Ella le imita, y se quita la falda, la blusa, la camisola y la enagua. Siente urgencia por acariciar los brazos de granito de Nemesio, por sentir aquel cuerpo sobre el suyo. Ninguno de los dos habla, y el silencio solo lo rompe algún jadeo que se les escapa, el aleteo de varias palomas asustadas y el trajín de la madre de Anastasia, preparando la cena en el piso de abajo.
Al acabar, ella le retiene dentro para prolongar ser uno parte del otro, pero no tardarán en vestirse y bajar a la vivienda.
—Mire, Madre, quién ha venido… Padre pronto también regresará —dice Anastasia desde la puerta de la cocina.
La madre de Anastasia le pide a Nemesio que se quede a cenar. Sobre todo, le dice, para que le cuente de Félix. Entre bocado y bocado, siguen las preguntas sobre el frente: que si están juntos los del pueblo, que si comen cada día, o si han ido hasta Madrid.
Nemesio sonríe, no sabe qué decir, no es de hablar mucho. Sin embargo, la sonrisa se le borra y nota un pinchazo por dentro en el momento que la madre de Anastasia le pregunta por las trincheras. Desde el primer combate, el silbido de las balas todavía retumba por sus oídos. Anastasia ve que Nemesio ha arrugado la frente y, aprovechando que en ese momento su madre se encuentra de espaldas apagando la lumbre, busca por debajo de la mesa la mano de él para acariciarsela. Nada más darse cuenta de que la madre está a punto de volverse, se la suelta y vierte sobre el plato de Nemesio las tajadas de liebre en adobo del suyo. Ella no ha probado bocado.
La madre de Anastasia, que ha entrado y salido de la cocina en varias ocasiones, enciende un candil después de anunciarles que se va a ir a dormir. Antes de abandonar la cocina se dirige a Nemesio y le dice:
—Ten cuidado, muchacho…. tened mucho cuidado, y si ves a Felix que no se preocupe, nosotras estamos bien aquí.
Al acabar la frase, se aproxima a Nemesio y le da un beso en la frente. A continuación, hace lo mismo en cada mejilla de la hija acabando por estrecharla entre sus brazos. Sin soltarla, la madre le susurra a Anastasia en el oído:
—En las guerras, no importa que las mujeres agotemos las lágrimas, las balas que hieren o esquivan los hombres a nosotras siempre nos alcanzan y nos parten por la mitad. Hija, no lo olvides nunca, aunque, si tu padre estuviera aquí, esta noche querría dormir abrazada.
Anastasia, tras aflojar la madre los brazos, se seca una lágrima con la mano y permanece un buen rato sin pestañear intentando responder a los ojos que tiene enfrente.
Hace ya un rato que la madre de Anastasia está en su cuarto, y Nemesio y ella vuelven a subir al sobrado, pese a que en esta ocasión no se desnudan del todo. La noche transcurre con ella enroscada a él, diciéndole a cada rato que le quiere. De madrugada, Nemesio clava sus ojos en Anastasia y le susurra que en cuanto vea a Felix le dirá que va en serio con ella, y tan pronto los fascistas se rindan, se casarán. Bien en la iglesia o en dónde sea, porque quiere hacerla su mujer. Anastasia sonríe y le dice que sí.
El sol parece reventarse sobre las afueras del pueblo en el instante que a Anastasia le cae un reguero de sudor por la frente. Hace rato que está viendo a Nemesio hacerse cada vez más pequeño por la carretera de Arganda. Esa misma noche, Anastasia sueña que su vientre crece y que, al dar a luz, la cara del bebé parece lija; igual que la de Nemesio.
Llegan el frío y las heladas. Anastasia siente náuseas al levantarse. También los botones de más arriba del vestido parecen a punto de saltar. Ha tenido que descoser la cinturilla de algunas prendas, y no se ha atrevido a decirle a la madre que lleva cuatro faltas. Está feliz a pesar de pasarse horas sin levantar la mirada de la carretera, por si volviera Nemesio. Nada más dormirse, Anastasia sueña. Siempre con Nemesio y con ella al lado mientras amamanta a un recién nacido.
Las nieblas son derrotadas durante las primeras horas del día por el sol y las tardes se empiezan a alargar. El viento arremolina el pelo negro de Anastasia nada más salir del corral después de haber echado de comer mondas de patatas a las gallinas. Intenta apartarse un mechón de los ojos al oír el claxon de un coche que, al pasar muy cerca, le levanta la falda. Anastasia sigue con la mirada al vehículo hasta que se detiene en la plaza. Un militar sale del coche y entra en el consistorio. Siente curiosidad y piensa que tal vez sepan de Nemesio. Con zancadas, cada vez más rápidas, se apresura a llegar hasta donde está estacionado el auto.
Han pasado unos minutos en el momento que Anastasia ve salir al alcalde y al hombre de uniforme. Tras darse la mano, el soldado levanta el brazo izquierdo, cierra el puño y lo lleva hasta la sien. «¡Salud!» se le oye decir. El militar va hacia el coche y, en ese momento, Anastasia se da cuenta de que los ojos del alcalde desprenden fuego a la vez que le ve arrugar un papel que sostiene en la mano.
—¿Hay noticias del Nemesio? —pregunta Anastasia forzando una sonrisa.
Pero no sabe qué pensar ya que el alcalde baja la cabeza moviéndola de un lado a otro. De repente, como si escupiera, dice:
—¡Hijos de puta!
Anastasia se queda helada viendo que, un segundo más tarde, el alcalde le da la espalda y se dirige hacía la entrada del ayuntamiento.
—Alcalde, no se vaya, dígame si está bien el Nemesio… o mi padre, por favor —le suplica poniéndole la mano en el hombro pese a que siente cómo sus dedos tiemblan cada vez más.
—Fusilados cuatro paisanos, entre ellos tu padre, Nemesio y otros dos mozos del pueblo, lo siento …alguien los traicionó… Nada se sabe del Pascual. Dicen que desertó —responde el alcalde sin girarse hacia ella ni dejar de caminar hacia el edificio.
Por la noche, al acostarse Anastasia, le parece tener un hierro candente dentro del vientre. No ha transcurrido ni un cuarto de hora cuando empieza a notar húmedos los muslos. Lleva la mano hasta el pubis y, al retirarla, comprueba que está pringosa por la sangre. Se acurruca e intenta dormir. Sabe que volverá a manchar durante tres días. Lo mismo que cada mes. Todos sus sueños empiezan a ser una gran mancha de tinta negra. Sin voces ni personas.
Aparecieron de nuevo los días en los que el sol escupe fuego y las chicharras nunca callan. También entonces llegaron otros soldados subidos en media docena de camiones. Ese mismo día, unos jóvenes, todos vestidos con camisa azul, se llevaron al alcalde. Anastasia y su madre lo vieron caminar a trompicones empujado por las culatas de dos fusiles mientras que ellas, silenciosas y con lágrimas, con la casa en penumbra, miraban por una rendija detrás de la ventana.
Es tiempo de vendimiar. Anastasia camina por la vereda que parte en dos las vides del pueblo. Ve arrugadas las uvas en las cepas y racimos desperdigados aquí y allá. Hace meses que en el horizonte no hay humo y ya no se escucha ninguna explosión. Anastasia, el día anterior, volvió a soñar que unas manos, esta vez ensangrentadas, la desnudaban. Lo hacían sin que ella quisiera, rasgándole el vestido y tapándole la boca. No eran las manos de Nemesio, el hombre de ese sueño nunca la mira de frente.
En la esquina del ayuntamiento, Anastasia ve a Pascual fumando y apoyado con la espalda en la pared. Tiene barba de varios días. Desde hace una semana él es el nuevo alcalde. Según Anastasia pasa a su lado, Pascual, al mismo tiempo que la retiene sujetándole el brazo, le dice al oído:
—Furcia, ahora ya nunca más te negarás a bailar conmigo. ¿No querréis acabar tú o tu madre haciendo compañía al Félix?
Anastasia pasa la noche con Pascual. Esa y muchas otras más. Vuelve a soñar que el vientre le crece hasta parir un varón. También empieza a soñar que, a ese niño ya mayor, ella le contará quién es su verdadero padre: un soldado que murió defendiendo la libertad, aunque siga sin saber muy bien qué significa eso.