Nunca había sentido tanta frustración como en ese momento cuando ella se marchó así, dando un portazo, después de la tremenda discusión que acababan de tener. Se sirvió un Martini y se puso a escuchar la sonata Claro de Luna, por ver si la suave melancolía que emanaba de esas notas beethovenianas conseguía templarle los nervios aunque fuera solo un poco.
Era ya la hora de irse a la cama pero bajo toda esa tensión que acumulaba ni se le pasó por la cabeza. Tras escuchar un par de veces más la pieza musical salió a la calle ya que necesitaba respirar aire fresco. La noche era tibia como correspondía a finales de septiembre. No obstante, la calle estaba desierta dado lo avanzado de la hora. Tan solo el ladrido lejano de algún perro rasgaba el silencio nocturno.
Anduvo durante un buen rato, no pudo precisar cuánto, hasta que dio de bruces con la puerta de su pub preferido, el Saint James. Aún estaba abierto, lo que le sorprendió mucho ya que solía cerrar a eso de la una de la madrugada. Entro aguijoneado por la curiosidad y, también, porque necesitaba otro trago.
Cuando accedió, el lugar parecía del todo desierto salvo por la presencia, encima de la barra, de una copa a medio terminar de un Cosmopolitan con una marca algo desvaída de carmín —aunque sin el menor rastro de la tendría que haber sido su dueña—. De fondo sonaba la cadenciosa voz de Ella Fitzgerald en Summertime. Pensó, no sin cierta dosis de sarcasmo, «¡y tengo que escucharla…!, ¡precisamente ahora…!». Algo que pretendía ser una sonrisa afloró a su rostro al recordar otros momentos, sin duda más felices, en los que la canción, ahora tan odiosa, había formado parte de la banda sonora de su vida más reciente, la que en ese momento preciso pretendía olvidar. Entonces llamó con impaciencia al barman.
—¡Peter! ¡Peeeeter!—
Gritó su nombre un par de veces más sin obtener respuesta, por lo que, intrigado, empezó a recorrer todo el local en su búsqueda. En el momento en que ya le parecía que allí no iba a encontrar a nadie lo vio, justo al mirar tras la puerta del servicio de caballeros. Estaba allí tendido, en el suelo y boca abajo, encima de un gran charco de sangre. Aturdido por el inesperado hallazgo, ya estaba marcando el 112, cuando sintió, de forma repentina, una fría y dura presión sobre su nuca —alguien lo encañonaba con un arma—.
Apenas unas décimas de segundo antes había podido advertir el peculiar tufillo de los habanos de estraperlo a los que Rick, el dueño del local, era tan aficionado, de modo que no tuvo que atar muchos cabos para adivinar quién era el hombre que lo amenazaba por la retaguardia.
—Sam, ¿por qué has tenido que venir precisamente esta noche? No tengo nada en tu contra, pero ahora no me queda más remedio que matarte a ti también. ¿Lo sabes, verdad?
Entre tanto, Summertime había dado sus últimos estertores y Lady Ella comenzaba a acometer los primeros acordes Every Time We Say Goodbye, canción, también muy conmovedora, que sin embargo, no le suscitaba evocaciones tan íntimas como la anterior. Pese a todo, pensó que como tema de despedida no podría haber deseado otro mejor.
—Si tengo que morir, al menos me concederás el derecho de saber el porqué, ¿no te parece que es lo justo? Déjame que me sirva una bebida. Hace rato que muero de ganas… —añadió con mordacidad.
—Está bien, no me importa demorar este asunto unos minutos más si eso es lo que quieres. ¡Andando!—ordenó.
Ambos se dirigieron hacia la barra. Mientras Sam se servía un whisky, Rick le seguía apuntando por la espalda, aunque ahora había aflojado algo la tensión y ya no sentía el cañón pegado a su cuerpo.
—Ese cabronazo de Peter —comenzó diciendo—, se tenía bien merecido lo que le ha pasado… Iba a entregarme al inspector Gallagher, ¿comprendes ahora? No me ha quedado más remedio que hacerlo…. ¡Era o él o yo! Lo siento, Sam, apura el último trago. ¡Ha llegado tu hora! Y, en serio, disculpa por las molestias…, esto no va contigo, considérate un daño colateral —terminó la frase con un cierto tono de conmiseración que, dadas las circunstancias, sonaba bastante sincero.
Rick amartilló la pistola con un ruido seco, aunque amortiguado parcialmente por la melodía, no sonó tan amenazante como cabría esperar… Pasaron algunos segundos. Mientras Sam esperaba el disparo que debía acabar con su vida comenzó a percibir con nitidez la intensa fragancia de Lauren. Creyó que era fruto de la autosugestión. Sí, él se consideraba un tipo bastante duro, pero le dolía pensar que iba a morir allí mismo y el último recuerdo que ella tendría de esa maldita noche sería el de los improperios y gritos que se habían proferido durante su disputa. ¡El motivo…!, ahora pensaba que carecía por completo de importancia. «Ojala pudiera verte tan solo un instante para decirte ¡te amo! una última vez» musitó para sus adentros…
Sam había cerrado los ojos al sentir como se acercaba el momento crucial, cuando parecía todo perdido, con la única esperanza de un tránsito rápido e indoloro hacia el otro barrio. De repente, oyó un ¡BANG! al mismo tiempo que un ¡CAASH-CRAGG!, seguido a continuación de un ¡CATAPLAM!, todo ello, aderezado con el sonido de fondo de una sirena con su ¡NIINOO!, ¡NIINOOO!, ¡NIINOOOO! que cada vez se percibía con mayor estridencia, en parte porque la patrulla policial se iba acercando al Saint James, en parte porque Ella, tras su magistral interpretación, ya sin nadie al cargo, había terminado por enmudecer. Ahora, confuso por todo ese desatino que acababa de suceder a su alrededor, permanecía de pie, inmóvil y en tensión, sin atreverse si quiera a abrir los ojos, temiendo que al intentar ese gesto tan banal pudiese percatarse de manera definitiva de que estaba bien muerto. «Hay mucho mito con esta cuestión» pensó con cierto toque de amargura, «¡total, tampoco he sentido nada especial!».
Rick, a su vez, se había tambaleado durante unos instantes tras el golpetazo recibido y, al fin, se había desplomado con brusquedad sobre el piso donde yacía junto a los pies de Sam, medio ladeado, con el brazo derecho cruzado por delante de su cuerpo y aún con la pistola apenas sujeta, apuntándose, por delante, a su propio cuello en un gesto, del todo, involuntario. El brazo izquierdo lo tenía retorcido hacia atrás, en una extraña contorsión producto del desmayo. Estaba semiinconsciente y rodeado por un mar informe de licores entremezclados y cristales hechos añicos, todo ello procedente de lo que otrora fuera el orgulloso tesoro del Saint James, su gran expositor de bebidas. Un suspiro quejumbroso, apenas audible salía de sus labios. La gran brecha que se le veía en cabeza era fruto del botellazo que acababa de estamparle la temperamental Lauren —que había permanecido escondida en la toalet de señoras hasta entonces—, y a consecuencia del cual había errado el disparo que había terminado por alcanzar de lleno la vitrina.
—¡Sniff, sniff! ¡Puag! ¡Menudo pestazo! Me estoy emborrachando tan solo de respirar —se quejó Lauren mientras corría a abrazar a Sam, no sin antes haber lanzado de un puntapié el arma fuera del alcance de Rick. Tras lo ocurrido, no estaba dispuesta a bajar la guardia ni un solo instante.
—¡Lauren! —exclamó Sam, aún en estado de shock—. ¿Cómo es que estas aquí? ¿Y tus zapatos? ¡Ten cuidado!, te puedes cortar con los cristales—dijo al percatarse de que andaba descalza, al tiempo que también se abrazaba a ella de forma efusiva.
»¿Qué ha pasado? —continuó preguntando atónito y ya del todo persuadido de que aún seguía en el mundo de los vivos—. ¿Todo esto ha sido obra tuya?
—Ah…, claro…, mis stilettos… Sí, tuve que quitármelos, ¿sabes…?, para que Rick no oyera mi taconeo mientras acudía en tu rescate, cielo—le contestó mientras le guiñaba el ojo de forma un tanto pícara—.
»Estaba en el baño cuando oí sus voces discutiendo, y, a continuación, el disparo. Había entrado para retocarme el maquillaje ya que me había inflado a llorar escuchando nuestra canción… —este habría sido un buen momento para hacer algún reproche a su marido, pero no lo hizo; por el contrario, se limitó a relatar los hechos lo mejor que pudo—. Ya te imaginas, tras discutir contigo no se me ocurrió otra cosa mejor que venir aquí a lamerme las heridas… ¡Pobre Peter, no se merecía lo que le ha pasado…! —los nervios, sin embargo, hacían que fuera saltando de tema un tema a otro sin ton ni son—. Se portó tan bien conmigo…, me invitó a un Cosmopolitan y me puso Summertime por lo menos diez veces seguidas. ¡Este sitio…!, tras lo de esta noche, nunca volverá a ser lo mismo… —su expresión se tornó algo melancólica durante unos breves instantes, pero enseguida se recompuso—. Por suerte, este—dijo señalado con determinación el cuerpo todavía inerte de Rick—, nunca sospechó que hubiera nadie más en el local…
—¡Hasta que llegué yo! —dedujo Sam, astuto.
—¡Exacto…! Y entonces se escondió para que no lo descubrieras, pero cuando encontraste el cadáver, decidió que no quería dejar cabos sueltos… — al fin, su discurso recobraba cierta lógica—. ¡Oh, cariño!, que gran idea tuviste al pedirle una última copa, así me dio tiempo a llamar a la policía…
En ese momento preciso ya entraban los agentes para hacerse cargo de todo el tinglado. El local estaba hecho unos zorros. Pese a todo, no parecían demasiado impresionados, seguro que estaban acostumbrados a este tipo de situaciones y aún peores.
—Siento importunarles, señores —dijo de manera rutinaria uno de ellos tras enseñarles la placa—, pero tendrán que venir conmigo a comisaría a prestar declaración. ¡Parece que alguien se lo ha pasado en grande esta noche…! —terminó comentando la escena del crimen con cierta indiferencia mientras los conducía hacia el exterior.
Sam, caballeroso había recogido sobre marcha los stilettos y había ayudado a Lauren a calzarse. Mientras salía tras el policía, llevando a su mujer cogida por el hombro, en un ademán protector, pensaba, aliviado por el desenlace favorable de los hechos, que esa era una hazaña digna de contar algún día a sus nietecitos —suponiendo que alguna vez llegaran a tenerlos, claro está—. Sería una historia fabulosa: «la noche en la que la abuela no solo no se divorció del abuelo sino que lo salvó de las garras de una muerte más que segura», pensó, con cierto humor no exento de ironía.
Ya en la calle, Sam atrajo hacía sí a su esposa, mirándola a la cara con fijeza.
—Esta noche has sido mi ángel de la guarda, ¡no sé que haría yo sin ti! —le susurró de forma tierna y con sincero agradecimiento. Ya se disponía a besarla, para terminar de oficializar su reconciliación, cuando de pronto, le preguntó sorprendido—: ¿pero…, y ese color de labios, nena…?, ¿es nuevo, no…?
—¡Oh, sí…! —respondió ella atusándose el cabello en un inequívoco gesto de coquetería—. ¡A que me favorece! Es el nuevo Rojo Sangre de Chanel.