Eran los últimos atardeceres de marzo y el mar, duro y frío hacía saltar olas de espuma al chocar contra las piedras cubiertas de algas. Las gaviotas surcaban el aire en un planear constante sobre la arena y la superficie dorada del mar, mientras el sol se acostaba sobre el horizonte dejando tintes rojos, naranja, y morados sobre las nubes que el viento arrastraba.
Me gustaba pasear por la playa desierta, recoger conchas para lanzarlas de nuevo al agua, correr, saltar…
A veces, me sentaba sobre una manta y miraba a lo lejos. Cuando llegaba la noche divisaba las luces del puerto pesquero y veía salir las barcas a faenar con sus faroles encendidos. Entonces surgían desde el faro haces brillantes que surcando el cielo adentrándose en el mar mientras las gaviotas se arremolinaban en la arena para descansar. Yo me levantaba y con cuidado de no pisarlas, me dirigía hacia la casa para calentar mi cuerpo junto al fuego que tú ya tenías prendido.
Me sentía feliz. Apuramos los últimos momentos que nos quedaban para estar juntos antes de tu partida hacia el frente. Yo no quería que no me dejaras, pero tu sentido de la lealtad era tan profundo que lo antepusiste a nuestra felicidad. Decías que era tu deber, que no podrían conseguirlo sin ti… ¿Y yo…? ¿En qué lugar estaba yo en ese mundo tuyo de lealtades, contiendas y luchas…?
—Volveré— me decías estrechándome contra tu pecho.
Pero no volviste. No has vuelto.
¡Te has quedado para siempre con ellos, tan lejos de mí…!
¡Tan lejos de todos…!
Esta tarde de marzo vuelvo a estar en la playa y cogeré conchas en la arena, pasearé, cantaré y seré feliz de nuevo porque…
Hoy te buscaré en el mar y me reuniré por fin contigo.