La fortuna vino a mi suerte. En aquel entonces huía de todo y de nada; solo sé que el miedo iba cosido a la solapa de mi piel. Llegué a esa ciudad camino de alguna parte y me quedé. La vida a veces se manifiesta de maneras que no entiendes hasta mucho más tarde, cuando el tiempo se cuelga en la alacena de tu memoria y comienzas a digerir todo un acontecer que fue el que hizo que hoy sea lo que soy.

Llegué una mañana de finales de mayo a la ciudad de Sevilla. Iba camino de Cádiz. En mis bolsillos, la manutención para dos meses escasos; después ya se vería qué hacía con mi vida. Lo importante estaba. Había saldado las deudas que un día dejó mi padre y acababa de enterrar a mi madre. Ya podía desplegar mis alas si es que era capaz de volar por mi misma después de una vida entregada a unos padres que mucho me quisieron. A mi padre le perdió el juego y mi madre fue tapando agujeros con su costura hasta que sus manos se negaron a continuar. El oficio de mi madre se puede decir que se extinguía por falta de clientela que prefería acudir a tiendas baratas de ropa ya confeccionada. A mí no me gustaba, pero seguí su huella. Cada noche, mientras la máquina de coser apañaba rotos, descosidos y alguna creación, mi imaginación volaba al sur. Me había hablando tanto de su luz, de sus acentos y del mar que, allá en tierra adentro donde los ríos corren mansos y escasos en verano y raudos en época de deshielo, yo pensaba y pensaba que un día me sumergiría en esas aguas que para mí ya eran magnéticas.

Bajé del tren y lo primero que noté fue una bofetada de calor pegajoso. Arrastré mis pertenencias hasta la taquilla correspondiente para sacar el billete a Cádiz cuando me sorprendió una conversación de dos personas que iban delante de mí.

-Piénsatelo mejor. Cómo en Sevilla, en ningún sitio.

Una frase trivial que me hizo recapacitar y preguntarme “¿Por qué no te quedas un par de días?” Y dicho y hecho. Me retiré de la cola y salí de la estación. En ese momento pasaba un autobús que a regañadientes aceptó que me subiera en él por lo voluminosa que era mi maleta. Me puse donde no estorbaba y me perdí por un ventanal. No sé el tiempo que pasó hasta que la voz del conductor me dijo”Señora, fin de trayecto” Levanté la cabeza y como una sonámbula descendí del autobús.

Me quedé varada sin saber qué hacer, ni siquiera sabía dónde estaba. El cansancio, el calor y ese sol que rociaba abrasando hasta el asfalto, terminó de fulminarme. Crucé de acera buscando una sombra y cuando la encontré, me senté en el bordillo abrazada a la maleta y me puse a llorar. Me sentía tan desvalida, tan perdida, que una lástima por mi misma me vino a abrazar.

-Joven, ¿se encuentra bien?- al principio no escuché la voz, tuvo, creo, que repetir la pregunta un par de veces antes de que yo levantara la cabeza y mis ojos abotargados de pena pudieran fijarse en la imagen de un hombre que miraba con curiosidad.

-Sí…No, disculpe- y volví a ocultar la cara en mis brazos sudorosos.

-¿La puedo ayudar en argo?

-No sé dónde estoy.

-En el sielo, mi arma. Calentito, pero en el sielo- aunque mis lágrimas seguían rodando, no pude evitar una leve sonrisa.

-Eso me gusta má. Ande levántese de ahí y acompáñeme ar Clavel. Una servesita fresquita le hará bien.

Y me dejé guiar por aquel extraño hasta un bar chiquito atestado de gentes con un mismo acento. Todos parecían conocerse y miraban con curiosidad a la mujer y su maleta.

-Jasinto, por una servesita para esta dolorosa que farta la hase.

Aquella cerveza no sé qué contenía, si una pócima quita penas o un elixir tranquilizante, pero al tercer sorbo, me hallé contando mis miserias a un extraño que me miraba con interés y me escuchaba sin interrupción. Cuando vomité todas mis penas, me dijo muy bajito.

-Yo no entiendo a Dios la mayoría de las veces, pero jamás le he llevado la contraria porque, al final, he comprendido que, en su misterio, se halla una razón superior y, lo más grande, es que esa razón tiene pies y cabeza-muy bien no entendí sus palabras y solo acerté a decir:

-¿En qué parte de Sevilla estamos?-cómo si con esa pregunta fuera a centrar mis ideas.

-En Triana, niña, en Triana… Por curiosidad, ¿qué años tienes?

-Treinta y nueve.

-Yo, creo, hay días que se me olvida, voy camino de 90, aunque ayer soñé que acababa de traspasar el kilómetro 100 de mi existencia. ¡Qué ahogo me entró! Me desperté sudando la gota gorda. Yo quiero irme ya de una vez con mi Sagrario y con nuestro Esteban. Lo llevo deseando desde que ella se fue hace 15 años pero no hay manera, Dios no quiere ¿Qué hago yo en este mundo solo? Naaaaaada- se atusa la calva y continua-… Esteban, mi hijo, murió al poco que Sagrario. Era camionero y en un desafortunado accidente Dios me lo arrampló- y su voz se quebró y los dos nos perdimos en nuestros pensamientos.

-Tome usted, señorita, e un clavé reventón, obsequio de la casa.

Desde aquel primer clavel, han pasado cinco años. Sí, me quedé en Triana con Esteban y aquí seguimos juntos del brazo y despacito. En el patio cultivo claveles para Jacinto, el del bar.

Esteban me compró una máquina de coser de segunda mano. En una habitación de su casa he puesto un pequeño taller; igual arreglo, que zurzo, que creo modelos para mis clientas.

En la puerta de la calle, Esteban ha puesto una placa “Un clavel en tu boca…Arreglos y confección de señora”