Dedicado con mucho cariño a mís muchos amigos y amigas que escriben.


El pasado día 23 de abril hacía una mañana soleada y el aire olía a rosa. Iba por la calle, donde había muchos puestos de editoriales y librerías con montones de libros y sus autores firmando sus correspondientes ejemplares. 


Miraba la descomunal oferta literaría y, aunque tenía claro que no quería el último de la Princesa del Pueblo, no dejaba de sorprenderme ante títulos como “Como cagar en el monte” de Kathleen Meyer o “Zombies, guía de supervivencia” de Max Brooks.


Entonces uno de los escritores sentados al otro lado me dijo:


—¿Quieres echarle un ojo a mi libro?


—¿Por qué no?—Respondí yo, cándidamente.


En ese momento me di cuenta de que era la única lectora que había en el lugar. Ya lo habían advertido en las notícias: este año estaba previsto que hubiera muchos más autores firmando sus obras que lectores.

¿De qué me sorprendía si, según las estadísticas, uno de cada tres españoles no coge un libro nunca o casi nunca? Y si lo cogen, será para limpiar el polvo de la estantería donde están.


De repente, me vi rodeada de multitud de artesanos de las letras que me extendían su obra maestra para que la ojeara, la comprara y me la dedicaran.


Como pude conseguí zafarme de ellos y eché a correr calle abajo, perseguida por aquellos guerreros de la pluma y logré refugiarme en una biblioteca. Allí me di cuenta de hasta donde había llegado la crisis y los pocos recursos que se invierten actualmente en cultura: en el expositor de novedades tenían  “La Biblia”,  “La vida es sueño” de Calderón de la Barca y “Don Quijote de la Mancha” de Cervantes. 


Estaba mirando un ejemplar del “Libro de los muertos” cuando los dos bibliotecarios, uno vestido como Quevedo y el otro de Góngora empezaron a llamarme la atención, insistiendo en que no hiciera ruido. Por lo visto, pocos ciudadanos acudían a la biblioteca y les molestaba el sonido que hacía pasando las hojas del volumen.


—¡Shhht! ¡Shhht!—Decía el que iba de Quevedo.


—¡Por favor, haga usted el favor de cumplir las normas establecidas y guarde silencio!—Añadía el presunto Góngora, a la vez que dirigía una mirada de desprecio a su compañero que seguía chistando.


Pero no, no era Quevedo el que me chistaba; era mi marido que me estaba despertando:


—¿Estás bien?—Me preguntó mi media naranja—. Por los ronquidos, seguro que estabas soñando que eras la moto de “Dios vuelve en una Harley”.


—Pues no. Estaba soñando otra cosa—respondí yo mientras me libraba de los brazos de Morfeo.


—¿Quieres explicarmelo, mi vida?—Me preguntó todo zalamero, con una sonrisa de oreja a oreja.


Pero no caí en la trampa:


¡No, cariño, que tú eres escritor y todo lo que te cuente puede ser usado en cualquiera de tus relatos!