NUESTROS PATROCINADORES
“El inspector Tontinus y la nave alienígena”, de Avelina Chinchilla
“Botas de hule”, de Arturo Ortega
“Mar de sueños azules”, por Mar Maestro.
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La carretera cada vez se estrechaba más. Partiendo por el medio la pequeña aldea, serpenteaba entre centenarias casas de piedra con balconadas de madera donde asomaban claveles de aire y gitanillas. Una iglesia, rematada con tejado de pizarra, albergaba a la pequeña plaza en la que conversaban dos ancianos con paraguas por bastón. Algo sorprendidos al escuchar el rodar de los neumáticos sobre el empedrado, giraron la cabeza cuando pasamos. Aquella explanada parecía no tener salida, el torreón del campanario estrangulaba el paso. Un pronunciado giro con el coche prácticamente parado, nos evitó chocar con una de sus aristas. El aire de nuestro habitáculo se llenó de gritos entrecortados, pero conseguimos pasar y volvimos a dejarnos acariciar por el sol que, a ratos, asomaba entre nubes algodonadas.
Sin ensancharse, el encajonamiento acabó. La carnicería y un establo cuyas inquilinas parecían saludarnos moviendo las cabezas arriba y abajo, fueron las últimas construcciones que vimos. Tras la larga recta, el mar encrespado brotaba por el horizonte. A uno de los costados teníamos un monte, ascendía entre montones de hierba seca que alguien había apilado. Al otro, interminables prados moteados por caballos y vacas hacían que la mancha azul salpicada de espuma fuera creciendo ante nuestra mirada.
Un palo sujetaba el rótulo que nos obligó a desviarnos. Nada más hacerlo fuimos devorados por un bosque de pinos marítimos que nos hizo avanzar sobre una superficie marrón. Debajo se intuía un asfalto rugoso y lleno de baches sobre el que dejábamos huellas con las pequeñas agujas aciculares golpeando los bajos. La penumbra, ante lo denso de la vegetación, apenas permitía dar vida a pequeños haces cilíndricos. Al borde del camino el rumor de un riachuelo avanzaba a nuestro paso entre helechos y setas. Un par de bajadas pronunciadas, dos curvas muy cerradas, y una ligera subida para que la carretera, como si se saliera de un túnel, empezara a ensancharse. Aquellos seres silenciosos y enigmáticos que nos protegían de la luz, fueron dando paso a una dorada arena, salpicada, aquí y allá, de juncos y cardos. A nuestra espalda quedó la frontera de la masa forestal cuando acometimos la subida de una loma. Al llegar arriba, la más gigantesca pantalla se abrió delante de nuestros ojos: Las embestidas de las olas al frente, a la izquierda, una solitaria playa sin final y, haciendo que nos apresurásemos por llegar, la bajada hasta el aparcamiento. No faltó la música con la que el fuerte nordeste se encargaba de soplarnos en los oídos, tampoco el olor a sal y a vida con la que llenarnos los pulmones.
Habíamos llegado a «Playa ilusión». Y aquí nos quedaríamos.