II
Estaba convencido de que los combates únicamente se ganan si sabemos transformar el impulso que nos ha arrastrado hasta ellos en el combustible de nuestra fuerza al luchar contra el enemigo. Pero hay más, cuando nuestro envite tiene por recompensa a la persona que amamos, esta fuerza se vuelve tan arrolladora como un río desbordado.
Ya en la soledad del laberinto, mi camino transcurría entre altos muros que apenas dejaban pasar el sol y que parecían querer aplastarme. Un olor fétido, a excrementos corrompidos, a muerte, impregnaba el aire y empecé a sentir que mi valentía inicial se difuminaba. Pero solo tuve que recordar los ojos y la boca de Ariadna o su voz para que volviera a trazar mis pasos con firmeza, y para nunca echar la cabeza atrás.
Aquel laberinto lúgubre y maloliente, junto al Minotauro que lo habitaba, había sido urdido por el padre de Ariadna, Minos. De esta manera, el Minotauro tendría la carne humana que necesitaba para subsistir y, como ningún pretendiente saldría nunca con vida, Ariadna permanecería siempre junto a su padre.
El silencio que me acompañaba parecía un cuchillo afilado, solo roto por mis pasos y por la seguridad que me daba el arco junto a las flechas que colgaban de mi hombro o por la lanza que sujetaba con la mano. Llevaba el mejor de los escudos, el convencimiento ciego de que vencería al monstruo porque, después de haber estado al lado de Ariadna, era imposible olvidar la gran recompensa que sería apoyar mi cabeza en su cálido pecho.
El sol pronto se ocultaría y la oscuridad entorpecería mis movimientos. Hacía varias horas que había cruzado la puerta del laberinto, apenas me quedaba hilo y todavía no me había encontrado con mi oponente. Sin pensar en rendirme, la promesa de Ariadna era una fuente inagotable, me senté para descansar y así pensar mejor; dudaba si no debería guarecerme durante la noche.
Sentía la caricia de la luna, que había aparecido sobre el azul desteñido del cielo, cuando percibí una bocanada pestosa que me provocó varias arcadas. De repente, el suelo empezó a retumbar y yo, sabiendo que debía reaccionar de inmediato, me incorporé de un salto y tensé el arco. Por una de aquellas interminables esquinas apareció el Minotauro.
La flecha se le incrustó en medio de la cabeza. Sin pensarlo y ciego de ira, corrí a su encuentro para embestirlo con mi ariete.
El repentino ataque desconcertó a la bestia, pero las heridas que yo le había provocado no eran mortales. Mi enemigo retrocedió dos pasos sin apenas levantar sus ojos de fuego hacia mí. Con las extremidades delanteras empezó a escarbar la tierra, lo que aproveché para sacar otra flecha, tirarme al suelo y apuntar un poco más arriba de su vientre, donde supuse tendría el corazón. Un segundo después, el Minotauro se me abalanzó y yo disparé. Ariadna me había dicho que el veneno, de efecto fulminante, era capaz de matar a cualquier ser, real o imaginario.
La bestia se hincó de patas a tan solo unos centímetros de mi rostro llenándome de sus asquerosas babas. Sabiéndose moribundo, giró la cabeza a uno y otro lado antes de que todo su cuerpo, prácticamente ya sin vida, golpeara con gran estruendo contra la tierra. Un último resoplido, mezcla de bilis, sangre y fuego, fue su último estertor.
Antes de que fuera noche cerrada, saqué el puñal y comencé a degollarlo. Sujeto con cuerda a mi cintura, arrastraría el trofeo hasta la salida para ofrecérselo a Ariadna.
Sin apenas ver por donde pisaba, fui recuperando el hilo que había ido soltando para encontrar la salida.
Amanecía. Afuera una multitud se agolpó al verme llegar con el trofeo. Me llevaron a hombros y me aclamaron pero Ariadna no se encontraba por ninguna parte. Pregunté. Algunos me dijeron que nada más verme cruzar la salida había salido corriendo. Otros me contaron que el padre, enterado de mi triunfo en cuanto se produjo, la había secuestrado.
Sentí muy lejano el combate, todavía más la promesa que Ariadna me había hecho. Tan alejada como la isla donde todos me decían que, prisionera o libre, ella estaba.
Sin saber si vivía una pesadilla dentro de otra, un nuevo laberinto, otra nueva aventura me esperaba.
(Continuará)