Hace frío, mucho y los charcos se vuelven de cristal. Queda poco para que sea medianoche. El viento corta como un cuchillo afilado y las  estrellas son alfileres que se clavan en las pocas personas que andan por las calles del centro. Una de esas personas da pasos cortos a la vez que arrastra un viejo carrito de la compra en el que sobresalen varios cartones doblados en la parte superior. Se cubre el torso con una americana muy desgastada y un jersey roído por el que asoman dos o tres  camisetas. El pantalón tiene descosido el bolsillo y deshilachada la pernera, pero debajo de esa prenda lleva unos leotardos. Alguno de sus dedos,  llenos de mugre y sabañones, quedan al aire ya que sus guantes tienen agujeros. En la cabeza se le ve una gorra de camuflaje que alguien usó mientras pintaba paredes. 

A aquel hombre le queda poco para llegar al descampado hacia el que se dirige. Ya lo ve. Ya distingue el resplandor de la fogata. 

Un gruñido le sirve para saludar a las tres personas que allí se encuentran. Están alrededor de la hoguera. Solo uno se gira para devolver el saludo. El recién llegado saca del carrito una bolsa de plástico con algo dentro. Tras guardarla en el bolsillo exterior de su chaqueta, se hace un hueco delante de las llamas, a las que aproxima las manos. No son las únicas, otras tantas hacen lo mismo para calentarse. Ninguno de los cuatro habla. De vez en cuando, uno de aquellos hombres estrecha sus propios brazos y los sacude contra los costados. No tienen prisa. Todos ellos saben que aquellas llamas son mejor opción que hacerse un bulto en cualquier cajero o esquina. Todos sorben de un arrugado envase de cartón de vino tinto. Cuando el líquido entra por sus gargantas y se esparce por el estómago, un calor imposible engaña a sus cerebros.

No ha pasado ni media hora cuando el último hombre en llegar dice en voz alta:

—Ya estaban tardando en llegar.

Sus compañeros apenas le miran ni entienden porque se ha quedado quieto en cuanto se ha escuchado el frenazo del coche. Menos él, todos han echado a correr en varias direcciones. Parece que tuvieran plomo en los pies. Uno de ellos, tropieza y cae en una zona embarrada. 

Del auto se van bajando cuatro tipos vestidos de negro. Llevan gorros de lana, guantes y chaquetas de cuero. Uno de ellos, el último en poner sus pies en el descampado, tiene un bate de béisbol en la mano, los otros llevan una gruesa cadena. Por sus bocas sale vaho, gritos y risas. 

—Escoria, no corráis, os vamos a coger igual —se le escucha decir a uno de aquellos individuos mientras que él y otro de sus compañeros apresuran el paso persiguiendo a los que han salido corriendo. 

—Tú, imbécil, ¿tan borracho estás que no puedes ni correr? Te voy a reventar la cabeza —grita el que lleva el bate  mientras que lo levanta y señala a la persona que aún sigue sin moverse y con sus manos sobre la hoguera. 

Detrás del hombre del bate, a un par de metros, camina una cuarta persona. Sale polvo del suelo cuando ese individuo lo golpea con la cadena.

El hombre que no se ha movido retira las manos del fuego y lleva una al bolsillo donde guardó la bolsa. No nota el frío del acero. Espera a que el tipo del bate se encuentre a unos pocos pasos de él. Con la primera bala le atraviesa los pulmones; con la segunda la cabeza. Una tercera alcanza la pierna del compañero con la cadena.

Cuando el eco de los disparos, que suenan como latigazos, hace vibrar el silencio del descampado, los otros dos hombres vestidos de negro se miran entre ellos y a la carrera regresan al vehículo. 

El hombre de la pistola se aleja de las llamas hasta estar muy cerca del herido en la pierna. Escucha el chirriar de las ruedas del coche y siente un calor imposible al dejar que otra bala atraviese la frente del cuerpo que tiene a sus pies.