El sol se va ocultando por el horizonte en donde se ubica el principal vertedero de las basuras de Madrid y que dentro de setenta años se convertirá en uno de los parques más bonitos de la capital. Los ojos de Mariano José de Larra se extasían con la inverosímil puesta de sol que allí se produce y que queda afiligranada con la inconmensurable belleza de ese cielo enmarañado de nubes y rico en matices azules y grisáceos, ahora teñido de naranjas y violetas que tienen un contacto vivo con la tierra, con los montes de la sierra del Guadarrama en la lontananza y con un aire fresco y transparente en esas horas, después del sofocante día, en que empieza el crepúsculo y las sombras empiezan a cubrir la ciudad.

Las farolas, a las que se les ha bautizado con el nombre de fernandinas, de farol cilíndrico y acristalado y con su parte superior en forma de cúpula con corona y una tiara muy pequeña encima, que fueron colocadas en las calles para conmemorar el nacimiento de la infanta Luisa Fernanda en 1832 y que se reconocen con una inscripción en su base que dice dicho año y dos efes entrelazadas, por su padre el rey Fernando VII, ese que el pueblo llamó el Deseado y derivo en déspota, cruel, tirano, oportunista, mentiroso, felón, represor y defensor a ultranza de los privilegios de la Iglesia y de la nobleza, empujando a España a una de sus más tristes, sangrientas y conflictivas épocas y del que se cumplen ya casi tres años que ha tenido a bien abandonar este mundo, van siendo poco a poco encendidas por los faroleros.

Mariano José, el pobrecito hablador, el gran Fígaro que escribe en El Observador y es gran amigo de don Ramón de Mesonero Romanos, ha pasado la tarde paseando por las huertas del Molino Quemado que en unos años ocupará el que será llamado barrio de Argüelles y que él, pese a su juventud, no llegará nunca a ver ni conocer. Sus pasos, después de ascender la cuesta de Areneros, se dirigen hacia su casa en el número 3 de la calle de Santa Clara, cercana a la plazuela de Santiago, donde en su lugar se asentaba hace poco el convento de monjas franciscanas que da nombre a la calle y que fue fundado en 1460 por Alonso Álvarez de Toledo, tesorero del rey Enrique IV de Castilla, y donde, según dicta la tradición, quince días antes de la boda, las amigas de la novia debían llevar una docena de huevos como ofrenda a la santa para que el día de las nupcias hiciera buen tiempo. Gira hacia la derecha y toma la calle de Bailén. Los jardines de Sabatini y a continuación la impresionante mole del Palacio Real, donde juega una reina niña, la que será la más castiza, quedan a la izquierda de su marcha. En vez de dirigirse a su destino, Fígaro decide continuar y bajar por la costanilla los grandes desniveles hacia la calle de Segovia, desde donde divisa la casa de sus padres donde nació hace veintisiete años.

Ya es noche cerrada de este 14 de agosto de 1836 y en las Vistillas, la verbena de la Paloma está en su apogeo llenando el aire de anís, aguardiente y azucarillos. De los cafetines y tabernas se escapa el humo de los cigarros por sus puertas y ventanas abiertas y un olor a vino y limonada corre por las intrincadas callejuelas del Madrid de los Austrias. Se empiezan a escuchar las palmadas llamando a los serenos, se escuchan los sones de las guitarras y se aspira el aroma a churros fritos: Los hombres visten con gorra y blusa; las mujeres con moño y falda larga, con mantón en los hombros y pañuelo en la cabeza. Los vecinos han sacado sus sillas a la calle frente a

los portales de sus casas para refrescarse con la brisa de la noche. Hablan con alegría entre ellos y todo está adornado con farolillos de papel de todos los colores.

Mariano José se para a beber un vaso de vino de Navalcarnero, mientras a su alrededor todo es jarana y bullicio. Él, en cambio, parece no percatarse de nada y es como que ya no le interesase descubrir con sus ojos curiosos las escenas de esta España que, en lo que va de año, gracias al presidente del Consejo de Ministros, Juan Álvarez de Mendizábal, se ha decretado la venta de los bienes inmuebles de todos los monasterios y conventos de varones, se ha redistribuido la tierra a favor de la burguesía con la intención, por fin, de modernizar las estructuras sociales y económicas del país, hasta el momento sumidas en un carácter feudal, se han anulado las elecciones y se ha restablecido en el Motín de la Granja “La Pepa”, esa Constitución de 1812 que fue abolida por el indeseable Fernando VII dos años después de su promulgación por las Cortes de Cádiz, después de haber jurado guardarle fidelidad, y que plasmará en sus geniales artículos satíricos en días posteriores.

Es el principio de una gran noche de alegría en este Madrid al que él tanto ama, pero su corazón está inundado por la insufrible amenaza de la separación, que presupone próximamente definitiva, de su gran amor, Dolores de Armijo, esa mujer a la que idolatra, aunque desde que la conoció ha sido un infierno en el que tan pronto le aceptaba como le abandonaba, y que ya nunca más volverá a ver hasta que, acompañada de su cuñada, le visite el 13 de febrero del siguiente año en su domicilio de Santa Clara para devolverle todas las cartas que él con tanto ahínco le ha escrito y anunciarle su decisión irrevocable de romper la relación que les une a ambos, a lo que Mariano José de Larra, el pobrecito hablador, el gran Fígaro, reaccionará desesperadamente situándose frente a un espejo y acariciando con manos crispadas la culata de madera de una pistola, se la llevará a la sien.

© Juan Pedro Martín Escolar-Noriega