Dieron la orden justo cuando los primeros rayos de sol asomaban por detrás de las montañas. Lo supe porque comenzaron a calentar mi cara, macilenta después de días de carencia de iluminación. Ni siquiera sabía en qué lugar me encontraba, ni desde cuándo llevábamos allí, pero por mis cálculos en la oscuridad de aquella especie de celda en la que nos habían encerrado debíamos de llevar cerca de una semana. Quizás más, quizás menos, imposible saberlo con seguridad. Lo único que me servía de posible orientación eran mis regulares horarios de sueño, pero pudiera ser que hubiese dormido más horas de las habituales, o al contrario. Se pierde la noción del tiempo cuando no hay una referencia solar.

En el momento en que nos atraparon no me quedó el menor asomo de duda acerca de cuál sería nuestro destino. Lo único que podíamos hacer era esperar y la espera en tales circunstancias resulta, aunque pueda parecer contradictorio, desesperante. Durante los últimos días ni tan siquiera hablábamos entre nosotros. Nos fuimos debilitando con el paso de los días, tan solo alimentados con un par de mendrugos de pan al día y una bota de agua que debíamos compartir entre todos. La resignación también fue haciendo mella en todos nosotros, por lo que, poco a poco, fuimos dejando de emitir palabras cuyo eco nos devolvieran las paredes rugosas de aquel zulo angosto que cada día que transcurría, o lo que yo consideraba como día, apestaba más a excrementos y orín.

Desde que llegamos a este lugar, mis pensamientos no han podido evitar deslizarse hasta mi familia, que quedó en casa esperando mi regreso. Ni siquiera llegará a saber lo ocurrido, continuará viviendo con la tensión de que llegue el día en que reciba noticias de mi muerte, inconsciente de que jamás le llegarán. Mi destino ya está claro, lo han escrito en ese maravilloso cielo azul del que me privan la vista. Mis días terminarán aquí, en el patio de este cochambroso lugar, revuelto en arena y verdín. Si hay suerte, mi cuerpo inerte terminará en alguna fosa común con el resto de mis compañeros. También puede ocurrir que quede enterrado en una cuneta de cualquiera de las carreteras más olvidadas de la región.

Cuando llegaron a por nosotros, a ninguno nos pilló desprevenido. Habíamos tenido tiempo más que suficiente para macerar la realidad que nos sobrevenía en nuestras dilatadas jornadas de silencios. Sentí la gravilla del patio bajo mis pies, áspera como nuestro destino. Con los ojos vendados y maniatado, solo alcancé a adivinar la posición del sol sobre nosotros. A esas horas se estarían levantando María y los niños. Ni siquiera derramé una lágrima, no pensaba darles tal satisfacción. Moriría, sí, pero con el orgullo indemne.

Dieron la orden y el último sonido que recogieron mis oídos fue el estruendo de los fusiles disparando con rabia al unísono sobre nuestros cuerpos indefensos. Me preparé para caer. A partir de ahí, solo podía escuchar la voz de mi querida esposa María en mi oído: “Por favor, no te vayas, no te vayas…”