La algarabía es tan intensa en el patio del colegio que María sabe de inmediato que son las once de la mañana. Es la hora del recreo y todos los niños juegan y ríen causando gran revuelo en todo el barrio. Muchos vecinos se asoman a los balcones para contagiarse de la alegría que parece traspasar los muros del colegio.

María, como cada mañana, deja sus quehaceres y también se asoma al balcón. El brillante sol de la mañana de mayo la recibe incidiendo de forma directa en sus ojos, como si no quisiera que viera lo que está a punto de contemplar. María parece querer no hacerle caso y se cubre la mirada con una mano, mientras sonríe de manera esperanzada.

Los ojos de María no se detienen en el tumulto bullicioso que corre de un lugar a otro del patio, sino que se dirigen a un punto en concreto, ese punto que, cada mañana, espera encontrar vacío y que, cada día, añade un pequeño peso más a la carga de preocupaciones que acarrea. Sus ojos van a posarse en el gran árbol que, orgulloso, levanta sus ramas por fin cubiertas de hojas en el rincón más alejado del patio. Lo van recorriendo con lentitud desde la copa, esperando encontrar bajo él solo la gran sombra que vierte sobre el suelo el ramaje.

La suave sonrisa con la que recibió a la mañana se convierte casi de inmediato en una mueca de desilusión. Vuelve a estar allí, sentado sobre el suelo con la espalda apoyada en el amplio tronco, mientras abraza sus piernas, hundiendo la cabeza entre ellas. Son ya demasiados los meses que se repite aquella escena, día tras día, y María vuelve a pensar con desesperación qué más puede hacer para animar a su pequeño, qué necesita para que la alegría que tiempo atrás siempre le había acompañado vuelva a hacer acto de presencia en su vida.

Con los ojos empañados en lágrimas, María eleva la vista al cielo y no sabe si maldecir o rezar. Nunca le ha funcionado esto último, así que opta por la primera de las opciones mientras las lágrimas se vierten ya descontroladas por su cara y la rabia la va invadiendo una mañana más. Maldice a la vida por no haber acompañado al padre del niño cuando más la necesitaba, maldice a la muerte por habérselo llevado tan pronto, a traición y sin avisar. Maldice a los demás niños por dejarle tranquilo en su aislamiento voluntario, maldice a los médicos que no han logrado que recupere las ganas de vivir y, por último, se maldice a sí misma por no haber sabido cuidar de él como se supone que debiera haberlo hecho, a pesar de haberlo entregado todo por él.

Con tristeza e impotencia, vuelve a llevar la mirada hacia el árbol, pero el corazón le da un vuelco al encontrarlo vacío. Busca con ansiedad entre el más de centenar de niños que recorren el patio de un lado a otro, corriendo, riendo, jugando, sin encontrar al pequeño que le ocasiona desvelos. Regresa la mirada a los alrededores del árbol y entonces lo ve.

Una pequeña con dos coletas que, incluso desde la distancia, se puede apreciar que están más tensas de lo que debieran, tira de él con la mano hasta llevarlo hasta un grupo cercano formado por varios niños. Él parece dudar y la niña le da una cariñosa palmada de ánimo en la espalda, mientras María no deja de contemplar la escena con nerviosismo. Otro de los pequeños le da un ligero empujón y todos salen corriendo, dejando a su hijo en el sitio sin saber muy bien qué hacer. María contiene la respiración.

Exhala con un sonoro suspiro cuando ve que su pequeño reacciona al cabo de pocos segundos para salir corriendo detrás del más rezagado. Lo ve dar saltos triunfales cuando lo detiene y continúa corriendo a por el siguiente, una niña que parece que no va a poder escapar por mucho más tiempo. Está jugando. Su pequeño está jugando. Después de casi doce meses, está jugando.

Mira hacia el cielo con una sonrisa y de inmediato se arrepiente de las palabras pronunciadas con anterioridad. El sol parece brillar con más fuerza aún y de sus labios asoma una única palabra, gracias, mientras devuelve la mirada al patio, a la alegría y el bullicio que, ahora sí, lo llenan por completo en la hora del recreo.