JUAN RAMON
Juan Ramón del Piélago y Casafranca, amigo de muchos años de tertulia, bohemia y papas rellenas en el Cordano, butifarras de jamón serrano en el Queirolo y chifas de la calle Capón, disfruta sin prisa la pensión de jubilado estatal. Frisando los setenta años, culto como pocos, escritor autodidacta, corrector de pasquines por afición y ojo crítico de carteles publicitarios, era capaz de encontrar el error gramatical más sutil así como la sintaxis equivocada en un escrito aparentemente bien redactado. Eterno participante en concurso de cuentos y poesías, nunca alcanzó una mención honrosa y menos una final. A insistencia suya leí sus obras presentadas y, en honor a la verdad, puedo decir que fueron dignas de competir. Sin embargo, la opinión de los jurados calificadores fue diametralmente opuesta a la mía. Tanto él como yo no entendíamos el porqué de sus intentos fallidos. Gran parte de su existencia transcurrió por los clásicos griegos y romanos y se perdió con deleite en la literatura francesa, española y alemana de los tres últimos siglos. Sabía de memoria muchos poemas y recitaba en inglés antiguo a Shakespeare. Las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma eran su terreno predilecto y siempre citaba alguna a manera de ejemplo para desenredar una situación confusa de la vida diaria. Los autores contemporáneos tampoco escaparon al prodigio de su memoria y sabía exactamente a qué autor del boom latinoamericano pertenecía tal o cual frase.
La ceguera galopante lo limitó severamente en la lectura y hoy dedica el tiempo libre a resolver pupiletras, sudokus y a repasar sus poesías de amor favoritas. La mayor de sus nietas le obsequió una tablet para que escuchara audiolibros, alegrándole la vida y haciéndole más llevadera la viudez. Retirado a sus cuarteles de invierno, se dedica a reforzar las tareas escolares de Toñito y le inventa historias de dragones y castillos para que el niño duerma pacíficamente y sin esfuerzo.
Como todas las noches de los viernes, se alista para ir a comer los chunchulines con choclo sancochado que tanto le gustan. Ajusta perfectamente la plancha de dientes postizos, se perfuma con Acqua Velva y va en busca del nieto.
Los espero en uno de los puestos de anticucheras del Estadio Nacional para conocer al niño, de quien me ha hablado maravillas. Los diviso a lo lejos, caminando lentamente. Juan Ramón lleva a Toñito de la mano y con la otra se apoya en un bastón con mango de plata. Viste su clásico terno plomo con chaleco y leontina, el pañuelo de bolsillo resalta nítidamente y el nudo Windsor que ajusta la corbata encaja perfectamente en el cuello almidonado de la camisa blanca. Nos saludamos con un abrazo cariñoso y Toñito me extiende la mano derecha.
─Jorge, pongámonos al costado de la parrilla, detrás de la dirección del viento.
Entiendo la sugerencia para evitar que el humo pueda impregnar su traje. Señalo la mesa reservada, concesión especial que me hizo doña Felicia por ser asiduo comensal. Usualmente los potajes se sirven y consumen de pie, pero Juan Ramón merece un trato especial y yo se lo estoy dando.
─Mucho gusto de conocerte, Toñito. Tu abuelito me ha contado que eres el goleador del salón.
Asiente con la cabeza y noto que sus ojos pícaros me preguntan sobre mi equipo favorito.
─Yo soy hincha del mejor equipo del fútbol peruano y ¿tú?
─Yo también, este año campeonamos.
Hacemos una pausa para acomodarnos mejor en la mesa y mi amigo toma la palabra:
─Toñito, muéstrale al señor Serrney lo que ganaste en el colegio.
De uno de los bolsillos del pantalón, el niño saca una hoja de papel doblada y me la entrega sonriendo. Antes de desdoblarla, Juan Ramón me advierte:
─Es una fotocopia, el diploma original está enmarcado y lo tengo adornando la pared de mi cuarto.
El documento da fe del premio que Toñito ganó en el Concurso Literario de Primaria del Colegio Héroes de Tarapacá, en el rubro de cuento infantil.
Observo que los ojos de mi gran amigo se aguan de emoción. Toñito explica que el cuento que escribió lo hizo con ayuda de su abuelito. Una de las bases del concurso lo permitía. Finalmente, Juan Ramón consiguió lo que tanto persiguió en la vida. De la mano de su nieto de ocho años logró demostrar la injusticia que siempre cometieron con él. Antes de despedirnos me entrega un sobre, solicitándome leyera su contenido en la tranquilidad de mi casa…
Es el cuento ganador. Los ojos de niño eterno de mi querido amigo llevaron a su nieto por los caminos infantiles, puros y tiernos de los párrafos escritos. El cuento traslucía la fortaleza del campo de papas, asolado por el crudo invierno de la imaginación inocente de Toñito. A través de la mirada clara y transparente del niño, Juan Ramón plasmó la obra maestra en el ocaso de su inspiración.