El día en que me llamó Ricky por primera vez era martes, había refrescado y llovía a mares. Yo llevaba escribiendo desde buena mañana. En un día como aquel, cualquier excusa me parecía buena para quedarme en casa. Acababa de empezar una nueva novela y el trabajo fue, una vez más, la excusa que te di para aplazar aquella comida pendiente con vosotras y que tanta ilusión os hacía. Te llamé por teléfono para decirte que no pensaba ir de ninguna de las maneras. Ya sabía de antemano que mi llamada te iba a oler a cuerno quemado.
—¿Pero, por qué no me has avisado antes? —me gritaste incluso más enfadada de lo que yo me había imaginado—. Y encima que Raquel ha cancelado una reunión superimportante en el banco para poder venir. Ahora, ¿qué le digo?
—Dile la verdad: que no puedo.
—¡Dirás mejor que no quieres! —Te oía resoplar a través del auricular—. Siempre nos haces la misma jugarreta: quedas con nosotras y luego nos das plantón. Te lo advierto: tu hermana empieza a estar muy cansada de estas rarezas tuyas. Y si te digo la verdad, yo también.
—No es para tanto, mamá. Podemos comer mañana, el domingo o la semana que viene. ¿Qué más te da? Total, no te vas a morir mañana… —cómo me duelen ahora aquellas palabras.
—¿Sabes qué te digo? —respondiste pasando olímpicamente de la burrada que te acababa de soltar—: ¡Que hagas lo que te dé la gana! Nosotras también tenemos una vida y no podemos estar siempre pendientes de ti.
Podía imaginarte negando con la cabeza y a punto de llorar de pura impotencia. Pero te conozco bien y sabía que el disgusto no te duraría demasiado. Al final, incluso a tu pesar, siempre termina saliéndote la vena maternal.
—No te pongas así. ¿Sabes? Es que me he levantado otra vez con el estómago revuelto y no estoy de humor. Mejor lo dejamos para otro día.
Aunque te lo dije tan solo para que me dejaras tranquila, era verdad que no me acaba de encontrar bien, pero tampoco le quería dar demasiada importancia. Estaba harta de que siempre me tuviera que doler el estómago.
—Si es que trabajar tanto no te sienta bien, Sandra, hija… Date un respiro y vente a casa, que ya te prepararé a ti algo más ligerito. Si no tardas ni veinte minutos en llegar, mujer…
—Hoy no puedo, que te lo acabo de decir —protesté con vehemencia—. Además, con la que está cayendo tampoco me apetece. Pero te prometo que el domingo iré.
—Está bien, Sandra. ¡Si es que contigo no hay manera, hija…! Al final acabas siempre haciendo lo que quieres.
Conseguí que te contentaras con aquella promesa. Nos despedimos y colgué. No me gustaba ir a comer a tu casa. Lo cierto era que no me gustaba comer y punto. Aún hoy sigue sin gustarme, aunque me esfuerzo cada día por superarlo. Pero tú te mostrabas incapaz de comprenderme en ese sentido y me lo afeabas cada vez que comíamos juntas. Llegó un momento en que ya no podía soportar aquella fiscalización constante de mi estado de salud y de mi peso. Era algo que me exasperaba. Mi delgadez era tu cruz o eso me decías. Y por el contrario, yo pensaba que tu insistencia monolítica sobre el tema, sin duda, debía de ser la mía. No veía a qué venía estar dándole siempre vueltas a lo mismo. La cosa no era para tanto o al menos eso creía yo. No entendía que lo que pasaba es que tú veías más lejos que yo, que te preocupabas porque me querías, porque es algo natural que las madres hacen por sus hijos. Muchas veces, resentida por lo que yo creía un rechazo, me solía preguntar por qué nunca regañabas a Raquel. Pensaba que para ella solo tenías elogios y buenas palabras. Y estaba convencida de que no era tanto por mérito suyo como por favoritismo por tu parte y aquella sensación me reconcomía. Ya ves, al final ha resultado que tu hija, esta que te habla, es una envidiosa incorregible.
En realidad siempre había envidiado a Raquel por esa capacidad que tiene de echárselo todo a la espalda y continuar con su vida sin que nada sea capaz de perturbar su felicidad. Al fin y al cabo hemos vivido experiencias similares y sin embargo, ahí está ella, más fresca que una rosa: madura, centrada y cada día más guapa, a pesar de esos kilos de más que se ha echado en los embarazos. Yo entonces no entendía cómo no había pensado en ponerse a dieta un tiempo a ver si bajaba de peso, porque para mí mantenerme lo más delgada posible era algo muy importante, ya comprendo, aunque sea tarde, que demasiado en realidad. Pero no me hagas caso, que está estupenda y tan serena como siempre. Al contrario que yo, que todo me produce ansiedad y que soy un puro nervio. Pero eso también será historia. No quiero que vuelva nunca más la Sandra malhumorada e insatisfecha que habéis tenido que soportar durante tanto tiempo. Os demostraré que solo era una fachada para ocultar lo mucho que sufría, porque siempre se me ha dado bien el papel dura.
Raquel acaba de llegar. Veo que tiene los ojos llorosos y me imagino que es por ti, por lo que te ha sucedido, así que paso de preguntarle nada. Nos fundimos en abrazo cálido, intenso, como creo que hacía años que no nos dábamos. Es mucho más íntimo que los dos besos rutinarios que solemos nos darnos en la mejilla. Hay más gente en la sala de espera, así que me pregunta en voz baja si hay novedades. Le digo que no, que los médicos todavía no han llamado para informar y que seguimos aguardando para poder saber algo de nuestros familiares. La sala está atestada, pero hasta la llegada de mi hermana me he sentido sola. Ahora ya no. Hacía tiempo que no me sentía tan unida a ella. ¿Por qué nos tuvimos que distanciar? Esa pregunta resuena en mi cabeza y por un instante me siento feliz de tener a Raquel de vuelta en mi vida. No «creo que tarden ya», añado sin dejarle entrever la inquietud que empaña este momento de reconciliación fraterna.