Los hermanos se miraron entre sí con un odio que les nacía desde el mismo interior de sus entrañas. Estaban solos, no había miradas indiscretas que pusieran en cuestionamiento lo que estaban a punto de hacer o que tuviesen la valentía de tratar de impedirlo. Esta vez sí, sería la definitiva, una única prueba pactada por ambos y que sería la que pondría fin a toda una vida de retos y comparaciones.

Jesús y José habían nacido del vientre de la misma madre hacía más de veinte años. Veintitrés, para ser exactos. Desde que ambos tuvieron uso de razón, su vida había sido una auténtica competición por reclamar la máxima atención de sus padres, que cada uno de ellos quería para sí. Una competición que se había visto agravada en los años venideros, hartos de compartir juguetes, ropa e incluso el día de su propio cumpleaños.

El comienzo de la etapa escolar había sido un catalizador extremo para su competición particular, pues siempre se hallaban compitiendo para ver quién obtenía las mejores notas, quién tenía más amigos, quién destacaba más o menos en determinados deportes. Si uno de ellos se jactaba de ser más hábil en algo, el otro siempre encontraba los razonamientos necesarios para refutar tal opinión. Incluso cuando padecían alguna enfermedad, cosa que siempre les solía ocurrir a la par y en idénticas condiciones, cada uno sostenía que había sufrido mucho más que el otro.

En su etapa universitaria, decidieron cada uno tomar un rumbo diferente al del otro. Jesús se graduó con honores en psicología y José hizo lo propio en una ingeniería. Ni aun así consiguieron ponerle freno a su competitividad innata. En el momento en que comenzaron a competir por una chica, decidieron que tenían que saldar de una vez por todas sus competencias y establecer una prueba simbólica en la que el que resultase ganador quedaría de por vida como superior al hermano.

La noche era oscura, sin luna, y la calle que habían elegido, a las afueras de la ciudad, en un polígono industrial, estaba escondida y proporcionaba una luminosidad lo suficientemente tenue como para pasar inadvertidos. Cada uno con su moto de gran cilindrada, se dirigieron una última mirada de odio antes de bajar la visera de los modernos cascos integrales. Las máquinas rugían en la noche como auténticos animales en lucha. Una última mirada de asentimiento y los dos hermanos se lanzaron a la oscuridad.

El recorrido seleccionado era breve, apenas dos vueltas a una manzana de naves industriales en las que los giros para tomar las calles transversales, mucho más estrechas que aquella de la que salían, lo convertían en peligroso. Ambos lo sabían y, en el fondo, estaban de acuerdo con que aquella última y decisiva competición era más apropiada de una niñería absurda que de la madurez que ambos tenían, pero, por supuesto, ninguno claudicaría ante el otro.

Sin embargo, el peligro que temían no les esperaba en uno de aquellos cruces de calles, como ellos pensaban, sino que les sobrevino en forma de gato indefenso que no tuvo tiempo de apartarse del carril antes de que aquel animal de hierro se le echase encima. Jesús iba por delante en la alocada carrera y fue quien atropelló al pequeño gato. José, casi a rebufo de su hermano, le vio perder el control de la moto y salir disparado contra el suelo, al tiempo que tuvo que hacer un diestro quiebro para no caer detrás de él. Se detuvo con un brusco frenazo.

El aire fresco de la noche parecía haberse vuelto denso de repente. Una gran cantidad de humo cargaba el ambiente y su hermano yacía inmóvil sobre el asfalto, apenas a un par de centímetros de la acera, un centenar de metros más adelante. Por primera vez en su vida, sintió pavor. Un pánico antes desconocido le inundó mientras corría hacia su hermano dando grandes zancadas. Al llegar a él, no podía controlar el temblor de sus manos cuando levantaba la visera del casco. Jesús abrió los ojos despacio y el dolor se reflejó en su mirada. José se limitó a tenderle una mano y su hermano se levantó con dificultad.

Aquella noche fue testigo del primer abrazo cargado de sentimiento entre dos hermanos después de toda una vida de competitividad. Tomados del hombro, se alejaron caminando despacio por la calle desierta de aquel polígono que a punto había estado de segar la vida de una parte de los dos. Porque los dos eran uno, aunque hubiesen tardado veintitrés años en comprenderlo.