X lleva siempre la nariz manchada. Es una raya cuya curvatura leve de los lados hacia abajo casi no puede apreciarse porque la línea es demasiado corta. Se trata de una nariz demasiado grande en la cara de un hombre modesto. Demasiada nariz en un hombre puede llegar a torcer sus espaldas hacia adelante. Hundirle el pecho. Inclinarle el cuello como a una jirafa cuando bebe agua en un charco. Es lo que ve cuando se mira en los espejos de los lavabos de su oficina. Le pesa la nariz o quizás le pesa más la mancha minúscula amarronada que hay sobre ella. La nariz de un hombre cabizbajo no se levanta lo suficiente al beber del café con leche de la máquina expendedora que hay en el pasillo de la entrada de la oficina. El vaso de plástico es muy pequeño y está casi rebosando el líquido oscuro, porque la dirección no repara en gastos ni en ahorros al repartir esta droga beneficiosa para el ritmo de la producción. Como casi siempre, al apurar la última gota de café con leche de máquina, ha metido la nariz en el cubilete de plástico y el borde sucio del vaso le ha señalado con esa línea ligeramente curva dejándole una marca como la del puente de unas gafas. El borde del vaso de plástico se imprime en su nariz cuando apura el último sorbo, el que le devuelve las neuronas a su sitio, o el que se las altera, quién sabe.
Yo mantengo una amable conversación gris con este compañero. Qué mal está todo. Y cuánto trabaja él, según dice. Y qué fiel es a la Compañía, me dice. ¡Claro, claro, y yo!, le digo. Me explica lo que me quiere explicar. Lo que le interesa divulgar. Algo dirigido contra algún compañero que está entre la realidad y sus aspiraciones. Alguien ha dicho que, te pongas donde te pongas, siempre estás en el camino de alguien. Mezquindad es la palabra que mancha su nariz cuando la mete en el vaso de plástico. El café está envenenado. Pagamos cinco duros cada vez que queremos ser un poco más enanos y nos manchamos la nariz de color café de tanto lamerle el culo a la empresa.
Mientras me habla y me cuenta lo mucho que hace y lo que en su día hizo, su labor, largamente superior a la realizada por sus compañeros, yo me llevo la mano a la nariz, quizás porque es mi manera de decirle que se ha manchado sin obligarle a parar de aburrir con su plática. A lo mejor es que mientras habla siento que también mi nariz se está manchado en el culo de la Dirección.
Me he distraído pensando en Anabel y me voy al lavabo. Al entrar me pregunto: ¿Me he despedido de X? No me acuerdo. Entonces debería tomar más café con leche. A lo mejor Anabel no es la causa de que piense en ella. Quizás es este mundo ramplón, por el que no puedo sentir apego, el que hace que me enamore de Anabel. Anabel es realidad, libertad y un montón de cosas así, que suenan así, que se gozan así. Y todo esto es falso. Es mentira, me digo. Todo esto no ocurre. No es nada. Es la nada.
Con estos pensamientos en la cabeza, llego y me inclino sobre el lavabo de la oficina, me miro la nariz y efectivamente, también la veo manchada. Gracias a Dios se disuelve con unas gotas de mi saliva que llevo con los dedos. Veo mi mirada vacía. Detrás de mí entra X, se lava las manos a mi lado y me sigue contando. Luego entra un compañero y saluda con energía y cordialidad postizas. Se pone a mear. X mete las manos en el grifo y se lava la cara. Le miro y me miro. Tengo la cara roja. Me seco. Entra otro tío, uno de ventas y también se pone a mear. X bebe del agua del grifo, sin agacharse, como los soldados que escogió el profeta.
Tengo que ser capaz de dejar esta empresa.
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