Es una mañana normal, pero mi mujer ya me ha advertido que prevé que tenga el día surrealista. Pero no. Me siento como siempre. Solo un poco circunflejo por la zona del plexo solar, que me pica un poco desde hace días.
Hoy me ha parecido que sonaba el despertador. No habría sido raro que un despertador sonase si fuera un despertador de otro. Pero mis despertadores no suenan sino que bailan la danza del vientre. Los sonidos son como filos metálicos y tan solo pueden producirme un cierto tipo de espuma corporal de origen desconocido. Las armas blancas, o más o menos blancas, hieren, como los sonidos matinales, o como los niños. Un despertar con alarmas es un peligro serio de morir ensangrentado. En cambio, la danza de las cosas no produce corte alguno, sino una cierta sensación de debilidad, de mareo, de hambre, de desmayo como dice una amiga, y de haber perdido las gafas en el retrete.
Recuerdo otra vez que también tenía picor de plexo. Aquella era una mañana normal, como esta, y todos los objetos estáticos que había a mi alrededor se contoneaban como putas sin desayunar. También las paredes, la cama, y el contenedor de residuos que utilizo de almohada. Seguramente te habrás preguntado qué tiene de especial el meneo de las prostitutas en ayunas. Es una preocupación absurda por tu parte, con las cosas sin sentido que te estoy contando. La cuestión es que el suelo tiene un orinal en medio que es el como el ombligo de la tripa de la mora. Un bacín que se resbala de lado a lado de la estancia debido a los movimientos peristálticos del parquet y, cuando topa con algo, lo empapa de cervezudo y rebosante ácido sulfúrico, o quizás solamente úrico, sin sulf.
Me acurruqué abrazando mi contenedor de brozas y desperdicios, hasta que éste empezó a bramar con sonidos sumamente puntiagudos, de modo que no tuve otro remedio que acudir corriendo al cuarto de baño y producir un bidón de los grandes entero de compost, logrando tal proeza en menos tiempos del que tardan los monos en fornicar. De ahí a la ducha se llega por una escalera automática de caracol. Yo ando hacia arriba pero la escalera siempre me deja abajo. Una vez ya me pasó que, desesperado por la impotencia y el cansancio de no poder subir, me morí allí mismo, a los pies del caracol, que pese a ser el culpable, lloraba por las antenas. Gracias a eso me pude duchar por primera vez bajo dos alcachofas, o regaderas, como dicen mis amigos ultramarinos. Tantas fueron las lágrimas vertidas. ¿Para qué verter y verter? Además: el despertador, ni lo tengo ni funciona.
Y al pensarlo… lo siento. La mañana está quebrada, desde el centro hacia los lados, como el espejo de una puta. Sin desayunar, además.
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