Antes era más fácil clasificar a ciertos grupos de personas en función de los tatuajes, ahora es imposible. Primero porque se trata de una epidemia que afecta a todos los géneros y clases sociales. Segundo porque reina el desorden y la anarquía en los tipos y lugares donde se instalan para siempre esos dolorosos dibujos. Ya no guardan relación con algún acontecimiento pasado traumático. No conmemoran nada, ni se trata de ninguna promesa. Ni siquiera es un acto de rebeldía. Pura estética, mala en la mayoría de los casos, pero muy popular en parte por culpa de esos famosos y ociosos concursantes televisivos y de esos niñatos ricos que se les da tan bien tocar las pelotas: los jugadores de fútbol.

Observaba un grabado que estaba en buena parte escondido por el diminuto bañador e imaginaba qué habría a continuación de esos garabatos que sobresalían por los bordes de la braguita. Formaba parte de un todo que muy pocas personas habrían visto. Una de ellas él tatuador, claro. Me preguntaba cómo había resuelto la división natural que separa los dos glúteos: ¿Un valle? ¿Un río? ¿Un camino?

Otra pareja de chicas que años antes habría catalogado, sin dudar, de Punkies, se adentraban en el mar, sorteando todo tipo de obstáculos móviles: niños de corta edad correteando sin control ni miedo a ser arrollados, totalmente abandonados a su suerte (en realidad eran los adultos los que corrían peligro). Cuando creían que habían superado la barrera más difícil, aquella donde se sitúan los más pequeños y donde solo alcanza la lengua de las olas que han roto a unos metros de la orilla, tropiezan con las peligrosas armas de los críos: rastrillos, excavadoras de juguete, palas, conchas, chupetes y alguna que otra llave del coche que sus dueños buscarán con desesperación al caer el sol.

Una vez atravesadas todas la lineas, se cogían de la mano para mantenerse mutuamente en pie ante la fuerza de las olas. Decoraban su cuerpo con un sinfín de tatuajes sin sentido y sin ninguna linea argumental ni artística. Visibles todos, destacaban los de las pantorrillas, los muslos, las caderas, los de las costillas, bajo los senos, en la cara , en el cuello y en la cabeza afeitada parcialmente. Dedos, manos y brazos, tampoco se libraban de tan macabra decoración. Todo el conjunto artístico no guardaba ninguna armonía ni por casualidad. Por si eso fuera poco no les quedaba orificio por cubrir, ni apéndice o rincón sin taladrar por un piercing, un aro o cualquier otro objeto metálico. Los más dolorosos: los que ensartaban los pezones desnudos. Una enorme cresta cruzaba todo el cráneo, de la frente hasta la nuca, proporcionando sombra solo sobre en un lado de la cabeza.

En eso estaba cuando me sacó de mi embelesamiento la voz ronca de un fumador empedernido de cigarrillos negros. Una voz rota por el aguardiente y por la falta de vergüenza, demostrada con arranques de «cante» en cualquier lugar y a cualquier hora. El cuerpo que la acompañaba tampoco me defraudó. Era como cabía esperar: delgado , de piel cuarteada por las innumerables horas de trabajo bajo el sol y sin dos dedos de frente: el cabello nacía en las mismísimas cejas. El cigarrillo , sin filtro , le colgaba por un lado de los labios sin carne. Tenía por boca una línea con una pequeña deformación por la perpetua presencia del pitillo. Calzaba chanclas con calcetines blancos de tenis y cubría sus vergüenzas con un Meyba de los años ochenta. Al despojarse de la camiseta descubrí un gran cristo tatuado en su espalda. En los nudillos cicatrices de las peleas callejeras y en el ángulo que forman el pulgar con el indice tres puntos de tatuaje. Pero lo que me llamó de verdad la atención fue el tatuaje del antebrazo. No pude evitar sonreír y sentir simpatía, incluso ternura, por aquel individuo de unos sesenta años. Pero sobre todo me reconforté porque, afortunadamente, todavía quedan cosas inalterables a pesar de los nuevos tiempos. En mayúsculas y sin faltas de ortografía ponía : AMOR DE MADRE.