PROCESIÓN

«Desde esta atalaya, que llevan sobre sus hombros los hombres del pueblo, yo, Longinos, contemplo al gentío arremolinado a los márgenes de nuestro paso. Percibo alegría y ganas de fiesta, cuando su actitud debiera ser de recogimiento y quebranto.

»Y aquí estoy: inmóvil sobre mi montura, asestando una lanzada en el costado de Jesús, el nazareno. Ante ti, señor, de rodillas y con los ojos secos, faltos ya de lágrimas y transidos de dolor, tu madre María, tu siempre fiel Magdalena y Juan, tu discípulo más querido. ¡Es motivo de tristeza, no de regocijo! Es el instante del horror de la muerte más injusta…. ¡No es momento de fiestas ni alborozos!

»Y yo he de estar por siempre encerrado en esta madera, sin hálito de vida. Mi alma se revuelve ansiando la libertad, mas no me es posible sacudirme este yugo que me atormenta y me confina en un corazón de cedro. ¿Es esta la maldición que debo sufrir por haber sentido pena?

»Porque, Señor, tú sabes bien que me movió la piedad. ¡Que no quería verte sufrir! Que intenté librarte del tormento de la cruz. Por eso te clavé mi lanza, esperando que tu agonía acabase pronto. Mas tú ya habías muerto para entonces y yo no lo sabía. Tu sangre me purificó e hizo que mis ojos se aclararan, pues una nube me los ensombrecía, hasta casi dejarme ciego. Entonces supe que tú eras el hijo de Dios.

»“¡Ay, Longinos! —me dije aterrado— ¿Qué has hecho?”. Pensé que había profanado tu cuerpo y mi mente se saturó de terror, culpa y remordimientos.

»Y, ahora, mira: estamos aquí. Sobre este trono santificado en tu nombre, avanzando entre multitudes. Hileras de penitentes con caperuza y túnica negra abren la procesión, precedidos por el portaestandarte de la cofradía, iluminando el camino con cirios de cera. Detrás un caballero romano con el guion de la centuria y la fanfarria de ocho caballeros, con clarines y trompetas, timbales y tambores. Sus notas agudas reverberan en el aire y sobrecogen a grandes y chicos.

»Y aquí cerca, ante nosotros, luciendo sus mejores galas, con peineta y velo negro, marchan para ser vistas y envidiadas por las demás mujeres, las que ostentan el poder femenino. Ellas se creen especiales en una sociedad que consideran vulgar.

»Mira, señor, aquella es la señora del alcalde; a su izquierda, la farmacéutica, la mujer del médico y la bibliotecaria; a su derecha, la marquesa, la compañera del terrateniente y la esposa del comandante de la guardia civil. Tras ellas, la secretaria del ayuntamiento, la maestra y la que dice ser sobrina del cura. Parecen ir rezando pasando las cuentas del rosario, pero en realidad hablan ufanas sobre las carreras de sus hijos, sus joyas y los privilegios a los que consideran tener derecho.

»Discuten, también con fervor, sobre los defectos de sus inferiores, que son todas las que no pertenecen a su círculo. Ríen y gesticulan. Expresan su horror por la vulgaridad del pueblo llano. ¡Hipócritas! Simulan penitencia, mientras piensan en sí mismas y rezuman odio, a causa de la envidia que sienten unas de otras.

»Cerca ya de la cabecera del trono marchan las autoridades y las fuerzas económicas de la comarca: el alcalde, el jefe de la guardia civil y el médico; el veterinario, el terrateniente, el banquero y el director del periódico local. Todos van envueltos en el humo del incensario, que agitan tras ellos dos monaguillos. Pareciera que caminan entre vapores evanescentes de gloria, y rodeados por un halo de santidad.

»Mira, señor, su presencia ante ti no es movida por la penitencia de tu muerte, sino por el interés en presentarse ante la gente como personas virtuosas. Escucha sus conversaciones: hablan de manipular voluntades, de aprovechar sus puestos para enriquecerse y en crear una red de estómagos agradecidos, a base de corruptelas. El alcalde insta al periodista para que lance noticias insidiosas sobre otros políticos, sin importar que no sean verídicas. Son personas corruptas aparentando honradez. Son lobos, transfigurados para la ocasión en dulces corderitos.

»Y aquí, precediendo nuestro paso, va el cura y el sacristán que, mientras rezan, sus pensamientos están ocupados por imágenes pecaminosas. El sexo y la gula, la avaricia y los deseos inconfesables, imperan en sus almas pecadoras.

»Tras el trono, algunos penitentes van de rodillas, dejando un rastro sanguinolento sobre las piedras de esta calle empinada. Son pecadores arrepentidos, que cuando acabe el desfile volverán a las andadas, pues no son sinceros en su arrepentimiento. Unos llevan cruces a cuestas y otros se flagelan, queriendo imitar tu ejemplo en el dolor, pero no lo hacen por altruismo, sino como medio de forzar tu voluntad en su propio beneficio. Algunos arrastran como pueden sus cuerpos tullidos, y exigen el milagro de la curación arrogándose ese derecho, creyéndose justos.

»Allí veo al jefe de centuria sobre un caballo famélico y lleno de úlceras. Él va ufano de verse cual Hércules, glorioso con su peto de cuero, lanza en ristre y espada al cinto. Intenta que su montura le dé la prestancia de la que él carece, caracoleando con tan mala fortuna, que lejos de conseguir el efecto buscado provoca risas entre el gentío. Él se tambalea y adopta posturas imposibles, ante la fuerza de gravedad. Parece que está a punto de caer, pero, como si un milagro le asistiera, se mantiene oblicuo, respecto a la natural postura erguida del caballista airoso.

»¡Ah, impostor! Llevas la panza llena de cerveza, la figura vacilante y en tu rostro, macilento, una mueca causada por las náuseas prestas al vómito. Sale de entre tus labios saliva espumosa, cual imbécil que no controla su cuerpo. El yelmo descolocado, las calzas rotas y la mirada perdida. ¡Qué vergüenza! ¿Es eso un centurión del imperio? No… ¡Solo es un borracho!

»¿Y los infantes?… Ese remedo de guerreros, arrastrando los pies, desgarbados y tan blandos, que apenas que el viento soplara les arrastraría por el suelo. ¡Qué desastre! ¡Si ni siquiera llevan el paso!

»Un runruneo de voces brota de millares de gargantas: hablan, gritan y ríen al unísono. La muchedumbre ruge y gime a nuestro paso, simulando la tristeza que este teatro les impone. Expresan palabras de amor, pena y remordimientos que la mayoría no siente y, algunos, sinceros en este momento, por sus acciones posteriores serán desmentidos.

»Les siguen tres hileras de penitentes con túnica y caperuza moradas. Sus rostros ocultos evitan mostrar sus semblantes de fastidio, su impiedad, o la falta de empatía con tu historia, Señor. Para la mayoría, solo están participando de una costumbre. ¡Una simple tradición!

»Al final de la calle aparece el paso de la Virgen Dolorosa, seguido por la banda de música municipal. Para los organizadores, no parece haber duplicidad entre aquella imagen y esta otra María, a los pies de la cruz. Es como si creyeran posible el don de la ubicuidad. Como si la santidad hubiese obrado el milagro. Pero no: en realidad, solo pretenden sensibilizar con esa imagen de dolor, magnificada en su personaje solitario. Protagoniza este acto, convergiendo sobre ella un sentimiento de amor y comprensión de otras madres, que apenas pueden comprender el alcance de su tragedia.

»La calle se empina cada vez más por esta cuesta que lleva al templo. Las fachadas encaladas de blanco y los balcones coloreados con geranios rojos, caracterizan el paisaje de este pueblo serrano. El desgaste de las piedras y la cera derretida sobre ellas, hace el paso más lento, más inseguro.

»Suena una voz poderosa, entonando una oración en forma de saeta, destinada a traspasar los corazones. Nos detenemos. En sus versos se habla de ti, Señor. La gente calla y se emociona. Pero solo reaccionan ante la voz. No sienten emoción, ni agradecimiento, por tu amorosa entrega. El cantaor queda en silencio y el público prorrumpe en aplausos y alaba su arte.

«Un hombre desarrapado, con lágrimas en sus ojos y el corazón herido, intenta acercarse para ver mejor tu rostro. Él entiende de desamor, miseria y sufrimiento. Sabe de tu sacrificio. La horda se revuelve, le impreca, y a empujones le obligan a alejarse. No toleran su presencia.

»Alrededor del mendigo, con griterío afilado, una panda de niños corretean burlones, ajenos a su tragedia y a tu calvario. Para ellos todo es un juego, mas no hay maldad en sus acciones, pues les exime de culpa la inocencia de sus pocos años.

»Señor, veo un sutil resplandor en el rostro de tu talla, invisible para los mortales. Yo sé que estás aquí, pero no dices nada…

»—Longinos: todos los que aquí se han congregado han sido llamados, pero pocos serán elegidos.

»—Señor: ¡ten piedad! Dales la ocasión de arrepentirse…

»—En verdad te digo, que ese hombre relegado por la turba, y tú, pronto estaréis junto a mí en el reino de los cielos».