V

Un paraíso perdido

 

A principios de la década de 1950, a tiro de piedra de mi casa en Jaén, vivían mis tíos Isabel –hermana de mi padre– y Faustino, conocido como “El chito” y también como “El Cojo”, porque renqueaba muy ligeramente de una pierna a consecuencia de una herida de la guerra civil.

Mi tío era un avezado hombre de campo. Siempre trabajó en la agricultura y tenía por entonces una salina. Le recuerdo cuando llegaba con un borriquillo cargado de sal que mi tía vendía entre el vecindario y un hermoso perro al que llamábamos “Nieve”, debido a su largo pelaje blanco. Era un animal de muy buen carácter y los niños del barrio solíamos jugar con él.

En 1954 se fueron a Málaga, pues contrataron a mi tío como capataz en una finca llamada La Isla. Estaba situada a pocos kilómetros de la ciudad por la carretera de Torremolinos, justo en la desembocadura del río Guadalhorce. En su curso final, antes de desembocar en el mar, éste río se bifurca en dos formando una isla de tres por dos kilómetros, de ahí el nombre de aquel terreno.

Era una tierra feraz en la que crecía todo lo que se plantase, desde árboles frutales, cañas de azúcar, algodón, remolacha y cáñamo, hasta árboles frutales y hortalizas.

A lo largo de ambos brazos del río existía un bosquecillo de álamos y eucaliptus; jarales, juncos, zarzas y otros matorrales, en los que vivían gran variedad de pequeños roedores y diversos tipos de reptiles. Esta exuberante vegetación, por desgracia, hace tiempo que desapareció.

También había instalaciones ganaderas de vacuno, porcino y avícola, por lo que también se conocía como Granja La Isla. Grandes tinados albergaban decenas de vacas y en varias naves se criaban cientos de gallinas.

Existían almacenes para hortalizas y tres grandes silos en los que se almacenaba el grano, que a través de una tolva se envasaba en sacos. Distribuidores de alimentación recogían cada mañana los productos de la granja.

Por aquel entonces atravesaba la finca casi por la mitad una vía del tren de cercanías que iba de Málaga a Fuengirola. Aquél tren era pequeño y tiraba de él, a paso lento y cansino, una locomotora de carbón conocida popularmente como “La Cochinita”. Me gustaba verla pasar desde la distancia, expeliendo una espesa humareda negra y envuelta por blanquecino vapor de agua.

Atravesábamos la vía por dos caminos, uno a paso de nivel y otro bordeando el río por debajo de un puente. Pasada la vía, a unos cuatrocientos metros de esta, se situaban las pocilgas donde se criaban los cerdos, lejos de los dos cortijos en los que vivían los trabajadores y la casa del administrador. De esa manera no molestaba su hedor.

Pues bien, en 1.957 yo vivía en este paraíso. Recuerdo mis largas estancias en La Isla con nostalgia y con la pena por la destrucción que ha sufrido, desde la segunda mitad de los años sesenta hasta bien entrados los ochenta, que la hace irreconocible.

En ese espacio, el dueño de la finca decidió abandonar parte de las labores agrícolas y vender miles de camiones de arena, a causa de la gran demanda de la construcción en la Costa del Sol. El resultado fue la desaparición de dunas junto a la playa en las que anidaban tortugas, la depredación y la pobreza del terreno y la creación de enormes socavones.

Mientras, el río se contaminó con las aguas residuales de los polígonos industriales, hasta el punto de hacer peligrar la vida de lisas, angulas, nutrias y otros animales anfibios, tan abundantes en sus aguas cristalinas de cuando yo era niño.

Por fortuna, desde hace unos años los poderes públicos han proyectado un parque peri urbano y han decidido declararle Paraje Natural, dada su riqueza biológica y, sobre todo, ornitológica.

Un sin fin de aves como garzas reales, cormoranes, fochas y malvasías; cercetas, zampullines y flamencos anidan allí o hacen un alto en su peregrinar desde Europa a África y su regreso (se han llegado a catalogar 233 especies distintas).

Esto, junto a la instalación de depuradoras, ha hecho que el río gane en salubridad y la naturaleza en la desembocadura se vaya regenerando poco a poco. Además, en la orilla derecha, hace años aparecieron las ruinas de una ciudad fenicia que, por su extensión, son las más importantes encontradas en occidente de esta cultura. Se supone que es la original Malaka. Existe también el proyecto de construir un parque arqueológico con su centro de interpretación en ese lugar.

 

Muchas temporadas me llevaban mis tíos con ellos, pues no tenían hijos y mis padres fueron bendecidos nada menos que con siete retoños. En casa de mis padres reinaba una constante, pero feliz algarabía y, aunque la economía de la casa era bastante corta y se pasaban algunas carencias, visto con la perspectiva del tiempo pasado creo que éramos bastante felices.

Sin embargo, a pesar de la pena por la separación, el sobrino o sobrina que mis tíos se llevaban se iba feliz, ya que los caprichos y, por qué no decirlo, la dieta tan diversa y equilibrada de la que disfrutábamos en la Isla, era bastante mejor que la disponible en mi casa. Además, en la finca éramos más libres que en la ciudad para disfrutar de los juegos y las correrías propias de la niñez y había una playa larga, ancha, llana y arenosa, en la que podíamos bañarnos todos los días.

Las casas estaban situadas al principio de la finca, justo en la bifurcación de los dos brazos del río; por lo tanto, hasta la playa, había unos tres kilómetros que recorríamos a veces caminando y otras disfrutando bajo la sombra del arcado toldo de una tartana tirada por un viejo y manso caballo.

Hay un recuerdo que podría haber sido inmortalizado por algún impresionista francés: en el tiempo de la zafra cientos de “cañeros” cortaban las cañas de azúcar y con carretas (aún no había tractores) las llevaban a la fábrica. Nuestra tartana avanzaba por el carril y con frecuencia había que apartarse del camino para dar paso a las pesadas carretas, tiradas con paso cansino por enormes bueyes.

Después proseguíamos entre los cantes por bulerías o peteneras y algún que otro fandango, que entonaban los cañeros mientras hacían su trabajo bañados en sudor y con todo el cuerpo tiznado, ya que antes de cortar las cañas les prendían fuego para exfoliarlas. El resultado era que estaban todos negros de hollín.

 

A veces oteábamos a lo lejos la inconfundible figura de “el tío de la cachimba”, mote puesto por mí, porque llevaba entre sus dientes una enorme pipa, siempre apagada. En realidad no fumaba, pero decía que aquel “instrumento” le daba un aire más imponente. Cabalgaba sobre un caballo blanco, sombrero de paja y un mosquetón al hombro o en su funda, que colgaba de la silla en el flanco derecho.

El cachimba era el guarda de la finca, se llamaba Manuel, había sido guardia civil y gastaba “muy malas pulgas”, pero en el fondo, muy en el fondo, era un pedazo de pan. Solía alardear de gestas sin cuento, protagonizadas por él, cuando por las playas de Estepona acechaba y, cómo no, apresaba a miles de contrabandistas… ¡Por supuesto, él sólo!

 

Aquél año, 1.959, se consumó uno de los hitos más importantes en aquella época para un niño: el 24 de mayo hice mi primera comunión y, naturalmente, vinieron mis padres desde Jaén “invitados” para tal evento. Yo llevaba en la Isla más de un año y seguiría allí hasta septiembre de 1.960, que reiniciaría mis estudios en la escuela Ruiz Jiménez de Jaén.

Aquellos tres cursos (57/58, 58/59 y 59/60) los realicé en Málaga en una escuela rural de grosero tapial encalado, en mitad de una plantación de cañas de azúcar y al borde de la, por entonces, estrecha y adoquinada carretera. Todos los días los niños de los alrededores caminábamos varios kilómetros por aquellos carriles de tierra, para asistir a las clases.

Recuerdo que el cura que nos daba catequesis venía desde Torremolinos en un viejo Chevrolet carcomido y renqueante y le ocurrió un accidente que, una vez pasado el susto, sirvió de comidilla y jolgorio entre las gentes de los contornos: tenía al vehículo tan oxidado, que del traqueteo en los adoquines, nada más pasar el puente de la Azucarera se partió en dos. De modo que la parte trasera fue a la cuneta dando tumbos y la delantera, con el cura sentado en el asiento y la sotana blandiendo al viento, siguió unos treinta metros entre chispas de la chapa contra el suelo y un chirriante y atronador ruido.

Cuando el medio coche por fin paró, la palidez del pobre cura casi resplandecía en contraste con el negro de la sotana y el sombrero de teja. El cura se santiguó tembloroso y, sin poderlo remediar, besando el crucifijo de su rosario rompió en sonoros sollozos del miedo que había pasado.

 

Aquellas estancias en la Isla las recuerdo con gran cariño, aunque la memoria me juega malas pasadas. Si además se quiere expresar sentimientos, podréis valorar lo difícil que me resulta relatar un sueño aterrador que tuve ese año en el mes de septiembre sobre mi abuela. Pero será otro día cuando relate el pánico y la impotencia que sentí en aquella pesadilla, cuando tenía poco más de ocho años.