XV

(Septiembre de 1959)

Despedida postrera

 

A veces, mientras el cuerpo descansa, la mente trabaja sin cesar con imágenes tan reales que no podemos distinguir si en realidad son sueños. Esas sensaciones unas veces nos aterran y otras, como bálsamo reparador, curan las tensiones que el ajetreo diario nos provoca.

Dicen que “el que duerme mucho, poco vive”… Yo creo que la vida se manifiesta tanto en la vigilia, como en esa aparente muerte que lleva el nombre de sueño y que ambos estados son indisociables, aunque se perciba de forma tan confusa en el último de ellos. Por eso en ocasiones me pregunto…

¿Dónde está la inaprensible y transparente raya, que señale la separación entre la realidad y los sueños?

¿Qué lado de aquél confín encierra la experiencia ya vivida y cuál la vivencia soñada?

Quizás no exista esa frontera. Tal vez la razón y el delirio sean de idéntica sustancia y se entremezclen y unifiquen como se unen cuerpo y alma.

***

Pasaron tres días desde la noche en que mis tíos me dejaron en la casa del bollero y fueron memorables para mí, jugando incansable desde que amanecía hasta la noche.

Pienso con nostálgica frecuencia en mis amigos de entonces: Antonio Romero y Antonio Peláez de la Isla y a Manuel Cortes, Román y Gabriel, hijos de los trabajadores de la azucarera. A veces se nos unían los hijos de don Ángel, el administrador de la finca, Joaquín y Rafael. En aquellos tiempos, más aún en el ámbito rural, los niños desarrollábamos nuestra imaginación con juegos al aire libre y nos agenciábamos nuestros juguetes, improvisando con los materiales que la naturaleza nos facilitaba.

Recuerdo que confeccionábamos, con el corcho de las redes de pesca, dos círculos a modo de ruedas que uníamos por su eje central a un canuto de caña. Cortábamos una caña larga y le hacíamos una muesca en un extremo para engarzarla al eje de las ruedas y, apoyándola sobre el hombro, con giros de muñeca guiábamos aquel artilugio. Imaginábamos que era un vehículo, al que conducíamos por sinuosas carreteras.

Otras veces fabricábamos el cuerpo y las alas de un avión y, con nudos de cañas de maíz, simulábamos los motores a los que le prendíamos con alfileres unas hélices hechas con hojas de cañavera. Elevábamos el juguete así conseguido sobre nuestras cabezas y corríamos para que el viento las hiciese girar.

En ocasiones hacíamos con hojas barquitos de vapor, con su chimenea y todo, que flotaban sobre las aguas de los abrevaderos y se desplazaban sobre las corrientes de las tajeas o de las acequias.

Uno de los juegos que más nos gustaba era el de las guerrillas. Nos lanzábamos semillas de eucalipto que nos metíamos en la boca y las proyectábamos con gran fuerza, a través de un canuto de caña que actuaba de cerbatana.

En fin, todos aquellos ingenios despertaban nuestra imaginación y nos movía al sano ejercicio que, unido a la buena alimentación, al ambiente natural y al buen clima, nos hacía crecer alegres y sanos.

Pero no sólo pasábamos el día con nuestros inventos. También solíamos acechar desde los tupidos cañaverales y carrizos a las nutrias, que con frecuencia chapoteaban en el río pescando o simplemente jugando entre ellas. También (por qué no decirlo) espiábamos a algunas parejas de novios que, en el sotobosque o entre la maleza de la orilla del río, daban rienda suelta a sus ardores amorosos.

Y así pasaron los días entre juegos de niños y mis devaneos amorosos con Rosita que, he de reconocer, seguían en punto muerto, a causa de mi eterna timidez.

En la noche del tercer día sufrí un sueño aterrador:

«Me sentí impulsado a gran velocidad a través de una especie de túnel. A mi alrededor no había nada, salvo un espacio vaporoso que me envolvía en espiral. Mientras, trazas de luces multicolores cual estrellas fugaces, pasaban veloces junto a mí, causándome sensación de vértigo. El origen de aquellas luces parecía ser un punto brillante al que yo era atraído. Un punto que se agrandaba cada vez más a medida que me acercaba a él. Tras de mí, sólo quedaban tinieblas.

De repente me encontré ante los pies de la cama de mi abuela. La habitación estaba difusa y sólo distinguía imprecisas formas obscuras entre las sombras. Un runruneo de voces susurrantes llegó a mis oídos y supe que aquellas formas eran personas sentadas alrededor de la cama. No pude distinguir articulaciones de voz ni significado alguno a aquellos susurros. Hasta mí llegaban como el zumbido de una colmena o como los ecos de una caracola.

Sólo veía con total nitidez, como si estuviesen fuertemente alumbradas por un invisible foco, la cama y a mi abuela. Veía los hierros torneados del respaldo, rematados en las esquinas por doradas perinolas. Aprecié los detalles de la colcha bordada en azul y los pliegues del embozo y de la almohada en la que reclinaba su cabeza.

Contrastando con el difuminado entorno, la visión de mi abuela era tan clara y limpia, que mis sentidos la captaban con verdadera realidad.

Su tez estaba pálida, sus labios, casi desprovisto del calor de la vida, se veían azulados y su expresión denotaba impotencia y dolor.

Un dolor del alma, que no físico, proyectaba su rostro crispado por la pena. Inmensa tristeza y miedo a lo desconocido se dejaba entrever en sus pupilas, aunque opacas y ya ciegas.

—Mi niño… ¡Ay, mi Pedrín! —Gritaba con un hilo de voz. A cada grito las sombras de alrededor se agitaban y el murmullo subía de tono.

–¿Dónde está mi niño? ¡Hijo mío! ¡Que me muero y no te voy a ver! —Sus ojos miraban sin ver. Los tenía vidriosos y amargas lágrimas resbalaban por sus sienes.

–¿Dónde está mi Pedrín?

Yo quería hablarle, acercarme y abrazarla, pero una fuerza invencible y ajena a mí me lo impedía. Permanecí en el mismo lugar con el corazón roto por la pena y con un insuperable temor a la oscuridad que intuía a mis espaldas. De repente sus ojos se aclararon y, mirándome con fijeza, avanzó sus temblorosos brazos hacia mí en un postrer esfuerzo.

—¡Hijo mío! ¡Estás aquí! —Me dijo con un destello de alegría— ¡Ven a mis brazos! —Fue como un flash, un fugaz instante de dulzura, un suspiro de alivio y un grito de amor.

Aquél fue su último gesto. Se quedó sin fuerzas y, todavía sonriendo, expiró. Mientras, yo permanecí quieto paralizado por la pena y el pánico.

De pronto todo se tornó oscuro e informe. Ya no veía a mi abuela ni a su cama. No distinguía las sombras y no percibía el rumor que durante toda aquella visión había escuchado con machacona monotonía. De repente me sentí impelido hacia atrás y… desperté llorando».

 

El pobre Juan y su mujer no consiguieron quitarme aquella desgarradora pena y quedaron asombrados cuando les conté lo soñado. Nadie era capaz de consolarme y de hacerme ver que sólo fue una pesadilla. Intentaron convencerme de que mi abuela seguía viva, pero yo sabía muy bien que no era así.

Pasaron unos días sin que la tristeza huyera de mi ánimo. Ni siquiera el gracioso coqueteo de Rosita lograba, aunque sí en parte, quitarme la pena.

Por fin volvieron mis tíos y cuando los vi aparecer con gesto serio y riguroso luto, rompí en sollozos y les recriminé por no haberme llevado con ellos.

Cuando conocieron mi sueño se quedaron atónitos. Mi abuela, al presentir la muerte, quiso despedirse de sus nietos y rogó que les hicieran pasar a la habitación uno a uno. Preguntó por mí y le dijeron que estaba en Málaga. A partir de ese instante sólo pronunciaba mi nombre, lloraba mi ausencia y me llamaba con insistencia. Al fin miró hacia los pies de la cama, sonrió y dijo:

—¡Hijo mío! ¡Estás aquí!… ¡Ven a mis brazos!

Aquellas palabras consumieron las pocas fuerzas que le quedaban. Acompañó a aquel grito con el gesto de abrazar a alguien y expiró en ese instante. Eran las 3:24 h. de hacía cuatro noches, la misma en la que yo había tenido la pesadilla.

Ahora no sé dónde pueden estar sus huesos o sus cenizas. ¿Qué fue de su espíritu generoso e indomable? ¿Dónde fue a parar su hálito de vida, su amor, su bondad y su esencia?

Mientras esté en mi mente, mientras alguien lea estas líneas, se producirá la magia que crea mi deseo… Se hará el milagro: ¡Mi abuela, aún vive!