VII
REGALITO Y MONTENEGRO
Regalito y Montenegro eran dos masas negras y enormes. Su lustroso pelaje reflejaba apagados destellos negro-azulados, cuando los rayos del sol les incidían de soslayo. Eran muy mansos y poseían largos y gruesos rabos, con los que mantenían a raya a las moscas. Tenían unas astas descomunales y sus ojos, grandes y abultados, siempre parecían adormecidos.
Uncidos al yugo tiraban impasibles de pesadas carretas colmadas de cañas de azúcar. En otras ocasiones giraban sin descanso en la era arrastrando el trillo o hendían la tierra con pesados arados. Así todos los días del año, de sol a sol, excepto los domingos en los que hombres y bestias descansaban, a semejanza del creador de todas las cosas.
Aquellos bueyes seguían a ciegas las indicaciones de Juan, el boyero, que entre los surcos y caminos les conducía con ligeros toques de su vara en la testuz. Aquel hombre era el sentido de sus vidas, su amigo y su Dios. Siempre iban rumiando, cansinos e imponentes, pendientes de las indicaciones de su guía, que las aceptaban sin recelo. Atendían a su nombre prestos a seguir a aquel personaje que, con voz cantarina, pero firme, repetía sin cesar:
»—¡Regaliiiito!… ¡Vamos Monteneeeegro! ¡Ah! Qué bonitos son mis bueyes. Qué obedientes son mis niños. ¡Vamos allá, Montenegro!… ¡Empuja fuerte Regalito! —les decía a los bueyes y añadía con cálido y cariñoso acento—: ¡Sois mi alegría y la admiración de todos!… ¡Vamos allá!
Estaban tan acostumbrados a la compañía de Juan, que su voz y figura prevalecía para ellos sobre todas las cosas. Aquel hombre les cuidaba y alimentaba, con ternura acariciaba sus lomos, rascaba su frente y les abrazaba con verdadero amor. Las bestias le querían y por él se esforzaban buscando su aprobación. Avanzaban incansables y obedientes a la voz que les animaba a seguir y les indicaba el camino. Los tres eran felices con su rol: uno guiándoles y los otros adorándole. Formaban un trío de corazones, que latían a compás.
Cuando por fin entraron a la isla los tractores, los bueyes se ganaron un merecido descanso y, salvo algunos paseos a los que Juan les acompañaba, la falta de ejercicio y el continuo yantar les hizo tomar más y más peso. Llegó el día en el que, debido al sobrepeso, solían estar recostados frente al pesebre y rara vez se ponían en pie. Siempre rumiando, siempre dormitando y siempre tolerantes a las caricias que los niños les prodigábamos.
Aquellos animales me fascinaban y, a pesar de sentir recelo, a veces me atrevía a tocarlos. Ellos me miraban y mugían levemente, manteniendo la quietud, para no espantarme. A mí me atraían y ellos gozaban con el contacto de una criatura a la que intuían, por mi corta edad, abierta a la vida y al amor. Yo, para ganarme su confianza llenaba su pesebre de forraje, heno y granos de maíz y, poco a poco, creamos lazos de amistad.
Sucedió que un mal día Juan no apareció y en su lugar les vino a cuidar un ser mal encarado, impaciente y cruel. Sin ganarse su confianza, aquél tipo les aguijoneaba los flancos queriendo por la fuerza imponer su autoridad. Aquellas dos moles de casi dos toneladas cada una, no se dejaban avasallar y, sin sentirse obligados hacia aquel hombre, impasibles esperaban la venida de su amigo. Casi no comían y menos aún obedecían a quien con malos tratos los torturaba. Los animales, echados en el suelo del tinado aguantaban los improperios de quien no ganaba su voluntad, sino que quería quebrantar con gritos, palos y amenazas la majestad de criaturas tan especiales.
Un buen día, de repente, Regalito se levantó y tras un bramido ensordecedor, con pasmosa facilidad rompió la cadena que, gruesa como el brazo de un hombre, le sujetaba a una argolla anclada en el muro de piedra. Destrozando lo que a su paso encontró, arremetió contra su acosador. El hombre, espantado, gritando de terror huyó ágil a un tinado colindante y cerró a tiempo la puerta de gruesa madera, reforzada con herrajes. Faltó muy poco para ser alcanzado.
Montenegro acudió solidario junto a Regalito y al unísono asestaron a la puerta sendos golpes. Volaron astillas, los muros temblaron, los goznes se dislocaron y de los herrajes saltaron chispas. ¡La fuerza de aquellas bestias era formidable! El hombre gimoteaba y gritaba aterrorizado cuando vio que estaba indefenso a merced de los bueyes, sin lugar adonde huir.
A los gritos de socorro acudieron varios hombres que, sin saber qué hacer, no se atrevían a acercarse a los bueyes. Éstos seguían en su empeño de alcanzar al maltratador y siguieron corneando con ahínco la puerta que ya cedía. Todos le daban ya por perdido y, pensando que las bestias no cejarían hasta matarlo, buscaron al Cachimba y a su mosquetón. Cuando la puerta saltó destrozada y Manuel se decidió a apretar el gatillo, apareció Juan gritando:
»—¡Alto! No dispares, Manuel.
Y dirigiéndose resuelto a los espantados animales les habló con voz firme y a la vez cariñosa, como siempre hacía cuando se dirigía a ellos:
»—¡Montenegro!… ¡Regalito!… Tranquilizaos. ¡Ea, mis niños! Tranquilos, preciosos.
Así les susurraba y, mientras acariciaba sus lomos, fue apaciguando la furia de las bestias. Los bueyes, obedientes a la voz de su amigo, cejaron en su empeño y con graves, pero más tranquilos mugidos, a su manera le explicaron sus justificados argumentos. Juan se abrazó a ellos y con dulces palabras les condujo afuera del tinado y todo volvió a la normalidad.
Aquél insensato, feliz de conservar la vida y con el miedo metido en el cuerpo, se fue de la finca y ya nunca más se supo de él, ni quedó ningún grato recuerdo entre las sencillas, pero sensibles gentes de aquel lugar.