LAS NOCHES DE EUSTAQUIO

Eustaquio Salvatierra era el arquitecto de moda cuando sufrió el accidente que le cambió los planos de la vida y trastocó las maquetas de su futuro. Mientras supervisaba las molduras de un balcón colonial en el centro histórico de Lima, no prestó importancia a la marcha de protesta y manifestantes enfrentados con la policía antimotines. Fue muy tarde cuando quiso reaccionar y el andamiaje que lo sostenía se vino al suelo, cayendo con tres albañiles y golpeando a un par de revoltosos. Llevó la peor parte: estuvo una semana en coma y salió de alta tras permanecer hospitalizado un mes.

A partir de entonces las pesadillas jugaron con sus sueños y en varias ocasiones despertó a su madre y a los seis perros pekineses. Los alborotaba de madrugada con incendios ficticios, ruptura de tuberías de agua inexistentes y ladrones invisibles que se metían por las ventanas. Eustaquio mató a patadas a uno de los perros luego de encarnizada batalla en las escaleras. Se sintió orgulloso de haber librado a la casa de una rata prehistórica de medio metro de altura.

Doña Florencia, aburrida de los escándalos de su único hijo, y al constatar que los atrapa sueños colgados en la casa no funcionaban, decidió llevarlo al psiquiatra. Para Eustaquio las pesadillas acabaron pero no logró controlar la modorra, confusión y equivocaciones en las que frecuentemente incurría. Por equivocación, en vez del costalillo de ropa usada que había sido seleccionado, regaló el perro más joven a un ropavejero y puso a su madre al borde del infarto. La desconsolada mujer habló con su médico para que tomara cartas en el asunto ya que la población de sus engreídos había mermado drásticamente en pocos meses. Le cambaron la receta médica y fue recuperando la salud mental. Pudo reintegrarse a sus labores cotidianas, dejadas de lado por un supuesto post grado en Alemania.
─Jorge, ¿crees en fantasmas? –Me preguntó una vez que coincidimos en una galería de arte.
─Depende del tipo de fantasmas.

No contento con la respuesta dio media vuelta y abandonó la sala, dejándome con las ganas de mayores argumentos. Así había quedado mi buen amigo después del accidente. Lo estimo mucho y me apenó enterarme que diseñó un bar gótico en un hotel cinco estrellas en vez del salón vanguardista encomendado. Se convirtió en la comidilla del gremio y casi todos ponían en tela de juicio su cordura.

En la casa familiar sus desvaríos dieron paso a noches de sonambulismo. Repentinamente aparecía con un pekinés en la mano para dárselo a su madre, quien optó por encerrarse con los perros y amanecer oliendo a galpón. Hasta ahora nadie ha podido explicar cómo Eustaquio abría la puerta del dormitorio y sacaba a pasear a los perros por los jardines del parque. Al amanecer de un sábado, su madre fue despertada por el serenazgo municipal para recibir a su hijo inconsciente y a tres perros. La pobre mujer entró en pánico al comprobar que su engreído más viejo no había regresado. Amenazó con echarlo de la casa, pero Eustaquio no sabía qué le reclamaba.

El viejo jardinero, responsable por décadas del cuidado de los ficus, recomendó un brujo norteño y fue llevado para acabar con las excursiones nocturnas que lo ponían en peligro de ser atropellado, asaltado o secuestrado. Al regresar del viaje, Eustaquio lucía mejor semblante, con mejillas chaposas y sonrisa de oreja a oreja. Mejoró su estado de ánimo, le provocó revisar las revistas especializadas a las que estaba suscrito y se animó a colaborar con los estudiantes de arquitectura de la universidad.

Sin embargo, se acostaba tarde por la dificultad para conciliar el sueño. Despertaba de pésimo humor, fastidiado, quejoso y reclamón. El insomnio era dueño de sus noches y deambulaba como un espectro por los pasillos, corredores, jardines y aposentos de la enorme casa. En la más absoluta oscuridad reconocía cada rincón con solo olerlo. El mínimo rayo de luz le permitía distinguir los muebles, decoraciones y demás vericuetos. Cuando se sentaba en la sala con las luces apagadas para no mortificar a su madre veía pasar los fantasmas de sus antepasados. Conversaba con ellos, reían en silencio, jugaban naipes a escondidas, disfrutaban del vino que compraba en la bodega.
De noche la casa se convirtió en el feudo donde empezó a renacer. Aguardaba ilusionado el anochecer y cuando la casa estaba silenciosa daba rienda suelta a la felicidad perdida por el golpe en la cabeza. La casa se convirtió en el mejor tratamiento que pudo encontrar. Los aparecidos le confiaron secretos y misterios de tíos que había visto en daguerrotipos. Se enteró que un antepasado peleó en la guerra del Pacífico y que, antes que una bala equivocada le rajara el corazón, mandó al otro mundo a una docena de chilenos.
─No me importa que mi asesino fuera un peruano. Sé que fue una equivocación, pero me di el gusto de cargarme a doce chilenos, ¡Salud! ─le confesó el pariente con la mirada transparente que caracteriza a los muertos en batalla.

En el colmo de la orgía fantasmal de las noches, una tía solterona de principios de siglo se le insinuó para tener sexo etéreo. Eustaquio, ebrio de tanto brindar con familiares y amigos que la parentela invitaba, estuvo a punto de ser seducido. Antes de cometer la locura de engendrar un ánima se desmayó en la poltrona de turno y horas después doña Florencia lo encontró vomitado y con la bragueta abierta, rodeado de los tres pekineses sobrevivientes.
─Jorge, nuevamente, ¿crees en los fantasmas?
─Absolutamente, Eustaquio ─lo miré fijamente y muy a su pesar desaparecí, dejándolo con más dudas que certezas.