SEÑORITA RAMÍREZ
Anuncié el velorio de la señorita Ramírez en el obituario de un diario: esta noche en la Parroquia Virgen de Fátima. Años atrás nos conocimos cuando realizábamos trámites en el Ministerio de Agricultura.
Recuerdo haber observado su belleza discreta y distinguida. Me di cuenta que era una dama de finos modales, andar pausado, voz clara y cabellos plateados atrapados en una peineta de nácar. Su elegancia natural se complementaba con el sobrio vestido gris que caía debajo de las rodillas. Había escuchado sus reclamos frente a la ventanilla y en ningún momento perdió la compostura clásica de las mujeres de antaño. Venía a cobrar los bonos de la Reforma Agraria, los mismos que honrarían la expropiación de sus haciendas azucareras. Luego que examinó varias veces los documentos, noté que estaba a punto de sufrir un vahído. Alcancé a tomarla del brazo, evitando que se desplomara sobre el piso. Con el auxilio de otros la ayudé a sentarse en una de las sillas de la sala de espera. Jamás olvidaré su mirada perdida y ojos acuosos tratando de no llorar. En aquella ocasión me alarmó descubrirle el pecho agitado y los temblores que recorrían su cuerpo delgado. Una secretaria intrascendente le alcanzó un vaso con agua. Abrió la cartera y extrajo una pastilla que ingirió rápidamente. Pasado el sofocón inicial, el barullo a su alrededor desapareció. Me percaté que yo era el único que seguía interesándose por ella.
─Muchas gracias, señor. Es usted muy amable asistiendo a una anciana desvalijada. Porque eso es lo que soy, caballero. Después de treinta años he venido a cobrar algo que me quitaron y ¿qué he conseguido? Lea, por favor. ¿Puede creer que mis tierras valgan esta cantidad?
Con su venia leí el monto que cobraría en el Banco de la Nación. Fruncí el entrecejo, dibujé un gesto de sorpresa inaudito y me ofrecí a llevarla a su casa.
Vivía en un antiguo y pequeño chalet de dos pisos. El jardín exterior lucía cuidado, en el que geranios y rosales comulgaban armónicamente. Una cerca de madera blanca, enlazada con hiedra rozada, lo aislaba de la vereda. Me comentó que un domingo mojó la notificación del ministerio mientras regaba las macetas.
Me invitó a ingresar y el cuadro del Corazón de Jesús con la vela encendida nos recibió. Debajo de él la consola de ónix mostraba portarretratos con imágenes de arcángeles. Las paredes de la sala estaban empapeladas con motivos florales y dos cuadros de la escuela cusqueña, enmarcados en pan de oro, colgaban orgullosos. La mesita de centro exhibía fotografías de su esplendor pasado.
Traspasando un medio arco divisorio, el comedor se anunciaba con pocas pretensiones. Centrado a la perfección, cayendo por detrás de la mesa, un gobelino recreaba una escena bucólica de la campiña francesa. El aparador de caoba dejaba ver la colección de copas de cristal Bohemia y los platos de porcelana Limoges. Escondida en una esquina, casi con miedo, una botella de champagne, con la etiqueta borrada por el tiempo, se había marchitado en la soledad del olvido.
Sus tres gatos siameses salieron a saludarla. Tomamos asiento en un sofá tapizado en terciopelo. Cómodamente instalados me mostró el álbum con fotos de su hacienda favorita. El trapiche centenario, la destilería de ron artesanal, los sembríos de caña de azúcar, la iglesia de adobe y la casa hacienda habían sido capturados fielmente en sepia y eran testimonios evidentes de épocas doradas. Presurosa guardó el álbum y me obligó a aceptarle una taza de té y galletas de vainilla hechas en la madrugada. Acepté gustoso y a partir de entonces nos convertimos en grandes amigos.
Cada vez que llegaba a Lima, la visitaba para conversar sobre los misterios del campo, la bondad de la tierra y las injusticias de la vida. Descubrí que le gustaban los bizcochos de canela rellenos de manjar blanco y me enseñó a descifrar la magia de las galletas. Con el correr del tiempo, y gracias a la confianza alcanzada, me develó su alma, hasta confesarme que nunca se casó. Seguía siendo señorita porque el caporal que la enamoró no tuvo el valor para seducirla y menos pedir su mano. El único pariente vivo que tenía era una sobrina que radicaba en New York y se comunicaban esporádicamente. Subsistía vendiendo las joyas de la familia y por un fideicomiso paterno.
Estando fuera del país me enteré sobre la enfermedad que padecía y arribé a tiempo para cuidarla en una clínica local. Le conseguí medicinas, afronté gastos y la entretuve con mis aventuras estrambóticas. Fueron días de risas y recuerdos.
─Jorge, cuando salga de acá te voy a preparar unas galletas nuevas que he visto en la televisión.
El tiempo no le dio la razón y falleció en paz, tranquila, oliendo a Heno de Pravia que siempre me pedía le comprara.
Esta noche, señorita Ramírez, tenemos una última cita, los dos solos. La quiero linda, elegante y distinguida como siempre. Usted me conoce, voy a estar puntual para despedirnos. Algún día nos volveremos a encontrar para hablar del sol de mediodía, el que calcina y hace fuerte la tierra generosa. Conversaremos de las lagartijas que perseguía, de las grullas revoloteando por los ojos de agua, del jugo de caña recién exprimido, de los paseos a caballo, de las misas dominicales en la iglesia de adobe que decoró con azulejos valencianos, de las correrías por los canales de regadío de su juventud, del canto de los cañaverales y ojalá se nos una el caporal que desperdició la oportunidad de amarla. Espero que tenga la iniciativa de rehacer el tiempo…
Tenemos tanto de que hablar, querida señorita Ramírez, y si usted me lo permite, con todo respeto yo le contaré mis andanzas y travesuras.
¡Un excelente y tierno relato Oswaldo!
Ameno y con claras descripciones.