Que el cielo exista, aunque

nuestro lugar sea el infierno

El Aleph – Jorge Luis Borges

Todavía no se había puesto el sol en la calurosa tarde de verano, cuando bajó del colectivo, dobló en la esquina, avanzó hasta la mitad de la cuadra y se detuvo frente a una casa. José miró la numeración y comprobó que coincidía con el papelito que traía en el bolsillo de la camisa. Era una casa antigua, con puertas de hierro doble, de rejas y postigos de vidrio en cada hoja. La entrada daba a un hall con puerta cancel de madera, también de dos hojas, una de las cuales estaba abierta.  Los techos eran altísimos.

José tocó el timbre y esperó. Unos segundos después una señora canosa se asomo por la puerta cancel y le hizo señas que espere. Enseguida volvió con un llavero en la mano, pero solo abrió uno de los postigos.

—¿Si? — le dijo esbozando una sonrisa.

—Soy José —atinó a decir con voz ronca.

—¡ Ah si! ¿Vos llamaste por teléfono? Todavía es temprano, —y abriendo la puerta, le hizo un gesto para que pasara— igual podés esperar en la recepción.

José cruzó la puerta cancel y se encontró en una habitación cuadrada, con un gran ventanal de vitraux con motivos florales, una puerta de metal, abierta, que dejaba ver un patio con varias macetas de malvones y jazmines.

Sobre su derecha una puerta doble, de madera, con cuadriculas de vidrio de la mitad para arriba, daban paso a una gran habitación.

En un rincón, un pequeño escritorio, con una PC, un teléfono y un tarrito lleno de lapiceras. Contra la pared algunas sillas y una cartelera de corcho con varios afiches clavados.

Se sentó en una silla, cerró los ojos y dejó vagar su mente.

El último año había sido muy duro para él. Los arquitectos con los que había trabajado desde que llegó de Corrientes con su familia, hace casi 15 años, habían disuelto la sociedad, y él se había quedado sin trabajo. Al principio todos se lo disputaban para llevarlo a sus obras, porque era un albañil de lo mejor. Pero en este momento ninguno quería tenerlo, y no sabía por qué.

Había conseguido algunas changas, de peón, no de oficial, pero también duraba poco.

“Encima, la Rosa, me regaña cada vez que llego a casa porque paso por el boliche y me tomo un vino”, pensaba, “¿para que trabaja uno si no puede tomarse un vino?”

“La Rosa es una gran compañera. Cuando llegamos de Corrientes, con el Santiago, que tenía dos añitos, enseguida encontró trabajo en una casa de familia, a la que le permitían llevar al nene. En los últimos años, cuando mi trabajo había empezado a andar mejor, ya no trabajaba afuera. ¡Pero en este último año estaba insoportable! Protestaba porque llegaba tarde, porque había tomado un poco. Y si me enojaba, lloraba y no quería que me le acercara. Hacía como dos meses que no teníamos relaciones. Y la última vez casi había tenido que ser a la fuerza, porque tampoco quería.”

“Y el último viernes, justo me había peleado con el capataz, y me habían hecho la liquidación, así que pasé por el boliche.”

“Cuando llegué a casa, la Rosa empezó a gritarme, que mirá como venís, que no tenés vergüenza…y casi sin darme cuenta, le pegué un sopapo”

“Se encerró en la pieza llorando, y apareció el Santiago, y me dio un empujón, y me dijo con una firmeza que no conocía: ¡Papá, basta! ¡ No vuelvas a tocar a mamá nunca más! Estás siempre borracho, por eso te echan de los trabajos, por eso nadie te quiere tener en su plantel, por eso mamá te aguanta lo que no aguantaría nadie. ¡Pero si no buscás ayuda pronto, te voy a echar de casa!”

“Me quedé parado, mirándolo y comencé a llorar como un chico. Yo no quería pegarle a la Rosa, yo la amo, y al Santi también, no me quería quedar sin ellos…”

—José, ya comienza la reunión —la voz de la señora lo sacó de sus pensamientos. Ahí se percató que había llegado más gente.

Se paró caminó despacio hacia la habitación que estaba a su derecha. Estaban sentados en ronda. Ocupó una silla, y cuando el que dirigía le dio la bienvenida y le pidió que se presentara, dijo:

— Me llamo José, soy alcohólico, quiero dejar pero sólo no puedo…