Las nubes que cubrían el cielo se disiparon y una luna llena y brillante apareció tras ellos iluminando el sendero. A lo lejos se escuchó el aullido de un lobo. En el aire parecía inocente.
Rosendo Portillo sintió un escalofrío. No era la primera vez que pasaba por el bosque de Redondela a aquellas horas de la noche y aunque los lobos no le amedrentaban, algo dentro de él se estremeció. Su trabajo consistía en recorrer las tierras del norte de España vendiendo miel y manteca, aunque, antes de fallecer su esposa, tuvo el oficio de  sastre precediendo éste, al de tejedor. Hilar era un trabajo de  mujeres lo que le había supuesto más de una burla en el pueblo por parte de sus vecinos de ambos sexos. Al quedar viudo y sin tener descendencia de la que ocuparse se cansó de la vida sedentaria, cerró la casa donde había vivido con su mujer y se lanzó  a recorrer los caminos a lomos de su mula. Echó mano a la garrafilla de aguardiente que llevaba colgada del hombro. El alcohol, resbalando  por su garganta, le produjo una agradable sensación de calor hasta llegar al estómago pero no consiguió sacudirse de encima la angustia que le rondaba últimamente.

 

Cuando la Guardia Civil llegó al pueblo, el alcalde les mostró la celda donde tenía encerrado al buhonero. En los últimos años, varias mujeres y niños de la zona habían aparecido muertos en el bosque. Unos, lo achacaban al ataque de los lobos abundantes por allí pero otros, lo atribuían, al paso del hombre por el pueblo. Aunque parecía inocente, había quienes le llamaban “El Sacamantecas” ya que, entre las cosas que vendía, contaba con un ungüento mágico para curar todas las dolencias. Se rumoreaba que lo hacía de grasa humana, mezclada con hierbas recogidas por él mismo en el monte. El sujeto, con barba de varios días, estaba en un rincón y apenas alzó la vista cuando los guardias le preguntaron por su nombre. Estaba acurrucado y se agarraba las rodillas con ambas manos, mientras se mecía hacia adelante y hacia atrás. La mirada torva y fugaz de sus ojos reflejaron un miedo indescriptible, como si por el intrincado y tortuoso camino de su mente, viajase un terrible secreto. El alcalde comentó a la Guardia Civil, que unos familiares de las mujeres desaparecidas,  reconocieron la saya de una de ellas y la capa de otra que el buhonero estaba vendiendo en la plaza del pueblo. Un vecino comentó que, la navaja del buhonero era la misma que él había regalado a su hermana cuando vino de Santiago de Compostela. Lo sabía porque en las cachas había grabado su nombre. Con todas estas acusaciones, el magistrado optó por apresar al facineroso y ahora le tocaba decidir a la Benemérita qué harían con él. La mula y las alforjas de su propiedad, se encontraban en la cuadra, por si debían revisarlas.

 

Rosendo tenía la inteligencia de los hombres que habían nacido pobres y necesitaban aguzar los sentidos para sobrevivir. Además de haber aprendido a leer y escribir, contaba con una gran intuición, un sexto sentido. Ese fue quien le avisó del peligro. Escuchó un leve ruido a su espalda y se volvió rápido como el rayo. Cuatro pares de ojos rojos le miraban tras unas ramas de follaje. Se dispuso a defenderse sacando la navaja.  A la derecha del camino se abría una pequeña senda por la que podría huir, pero unos pasos apresurados le hicieron desistir de su idea ¿Tendría que hacer frente a un tercer lobo…? o quizá a… ¿un asaltante de viajeros solitarios….? Esperó. En ese preciso instante, la luna se ocultó tras  una nube y la oscuridad se hizo espesa. Rosendo echó pie a tierra preparándose  para atacar.

El grito desgarrador de una mujer cortó la noche y los lobos huyeron despavoridos. Cuando la luna, impávida, apareció tras la nube iluminó una escena horripilante:

En mitad de un gran charco de sangre yacía el cuerpo inerte de la mujer que había gritado,  mientras una figura encorvada y grotesca se inclinaba sobre ella hurgando con manos y dientes  su interior. La pareja de lobos había regresado pretendiendo formar parte del festín pero el rugido de advertencia que surgió de la garganta humana les hizo desistir de su propósito, manteniendo las distancias. El engendro se enderezó lentamente mostrando sus dientes a los animales en un rostro peludo y feroz. Levantó la cabeza hacia el cielo y aulló a la luna. De sus colmillos enrojecidos por la sangre resbalaron, hasta el suelo, jirones de carne rota y el brillo de la navaja que sujetaban sus manos como garras, lanzó destellos plateados y púrpuras sobre el cuerpo destrozado de la mujer bajo sus pies. De los lobos solo se divisaban las pupilas  como rayas rojas en la oscuridad del bosque, ocultos y al acecho, presintiendo el poder  de la muerte de un ser superior a ellos. El hombre, deforme y horrible, se elevó en toda su estatura. La figura espeluznante de su cuerpo se recortaba contra horizonte nocturno, iluminada por la claridad del astro que incidía directamente sobre él. Rosendo no era consciente de lo que le pasaba aunque su inconsciente lo intuía. En noches de luna llena como aquella, se convertía en hombre-lobo.