A Lucía le tiembla la barbilla cuando habla, como si fuera la llama de una vela. Habla mucho con las niñas de las cerezas. Les habla despierta y también dormida, en cualquier momento que se encuentra sola, porque ellas nunca quieren irse.
Está así acompañada, mientras pela las verduras, o cuando se lava despacio por partes, porque ya no se atreve a entrar sola en la ducha. Sus conversaciones nunca terminan. Las niñas crecen comiendo esas cerezas dulces, y a veces amargas que van gastando cada día. Lucía, las acepta tal como vienen, unas veces melosas y suaves y otras ásperas de carácter.
La abuela tiene otras tantas manías, como cerrar herméticamente todas las puertas y las ventanas de la casa. Da igual que sea verano.
––Entra mucho viento–– les dice a las niñas ––El viento de las decepciones es el peor, puede que no te llegue a quebrar, pero dobla la espalda.
Les cuenta que antes salía sin bastón. Antes salía sin nadie.
–Ahora son todo peligros, puedo caerme o resbalarme, me da miedo estar demasiado cansada para volver y ¿si no puedo volver?
Su nieto la está oyendo, y le duelen sus palabras.
–Abuela ¿con quién hablas?, ¡no digas eso!
–Con mis niñas.
–Aquí no hay nadie. Estás loca abuela.
–Es verdad, hijo, es verdad. Soy muy vieja ya, no me hagas caso.
–Abuela, deja de decir tonterías. ¡Tú vas a vivir cien años!
En el sillón se queda entre sueños hablando otra vez con ellas.
A las niñas les dice la verdad, que tiene miedo a que alguien entre por las ventanas o las puertas y se la lleve a otro mundo. No quiere irse a ninguna parte.
–Aunque sea un estorbo. No quiero irme. Nadie quiere irse. ––les dice.
Ríe ella y ríen las niñas.
– ¿Cómo se llaman esas niñas mamá? ––le pregunta su hija.
Pedro y su madre esperan la respuesta.
–Comen cerezas. Nada más. ––dice la abuela.
Se miran cómplices, como si se hubieran abrazado los tres a través de ese espacio en silencio.
–No eres un estorbo mamá, eres mi madre, no sé qué hubiera hecho yo sin ti. No queremos que te vayas a ninguna parte. Solo queremos que abras las ventanas. ¡Nos asamos de calor!
Lucía ignora la petición de su hija, y piensa que es mejor prevenir y no dejar todo abierto.
–Me olvidarán, les dice a las niñas. ¿Qué queda después de irse?
Las niñas casi nunca responden a Lucía. Ella se ha convertido también en una niña. Una niña asustada que quiere vivir hasta los cien años.
Una mañana ella también siente calor y piensa que es una trampa, que desprevenida abrirá una ventana y el viento de la última decepción la llevará.
Una de las niñas, le habla de pronto con sus labios tintados de rojo.
–Podemos hacer mermelada con las cerezas que quedan.
Como Lucía habla en alto, Pedro le cuenta a su madre lo de la mermelada, le pide dinero y le hace un regalo a su abuela: un buen saco de azúcar, una cuchara de madera, unos frascos de cristal herméticos y unas guindas, que antes habían sido cerezas.
–Haz esa mermelada abuela ––le dice con sus ojos brillantes.
Lucía se encierra en la cocina, pero al hervir la fruta, no puede con tanto calor, está fatigada. Tampoco quiere renunciar a sus tarros de mermelada.
Mientras, su hija y su nieto vuelven de la calle.
Entran en casa con su risa real y sus palabras chillonas, y las risas y las voces de alegría embriagan a Lucía, que tímidamente abre las ventanas, una primero y luego la otra. Lucía inspira ese aire cálido y nocturno de verano concentrada en no dejarse convencer por nadie que la intenta alejar de allí mismo.
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Qué bonito, Paloma. Has plasmado muy bien la fragilidad de la vejez y, a la vez, su gran sabiduría. Te felicito, me has conmovido…
Muy bonito.
Esta combinación de conversaciones con las niñas y con la familia está estupenda. Engancha a la lectura desde el principio; me ha gustado mucho.
Solo me queda una duda respecto al final: al acabarse las cerezas, ¿desaparecen las niñas que, me imagino, representan sus miedos?