— «Elo» , ¿a qué huele una despedida?
Miro a mi nieta sorprendido.
— Porque, tú te has despedido de muchas cosas, ¿verdad que sí?
Sonrío no sin nostalgia a lo que despertó con esa pregunta inocente.
— Ay, hija; fueron tantas y tan diferentes, que no sé por donde empezar.
Ella, con su majestuosa estrategia, me sonríe, se acerca hasta pegarse a mí y espera paciente a que le cuente mi historia. Pero, ¿cómo explicar a una niña de tan solo 5 años cómo huelen las despedidas?
— Te contaré la primera que recuerdo. Tendría tu edad, más o menos.
— ¿5 años?
— Sí, 5 años.
— ¿Tú también tenías 5 años? — le afirmo con la cabeza— Por eso nos parecemos tanto, claro; como dice mamá: «que cabezoncilla eres, me recuerdas a tu abuelo.»
No pude contener mis risas. Ella me mira impaciente.
— Salía de casa después de comer para jugar en la calle, justo delante de la puerta para que mi mamá pudiera controlarme y el «caco» no me llevara en su saco. A mi llamada, desde la parcela de tierra y matorrales que había al principio de la calle, salía un gato pardo flacucho y feo. Lo apodé «canijo».
— ¡Canijo! Me gusta
— Sí, va a tener razón mamá. —toco su tersa barbilla con mis dedos arrugados.
El brillo de sus ojos me tenía enamorado. Mantenía viva la esperanza y la alegría me llegaba a borbotines cuando pasaba el tiempo con ella. Mis demás nietos también pero ella era especial.
— Un día, lo llamé y no aparecía. Lo volví a llamar, y seguía sin aparecer. Mis gritos eran cada vez más y más fuerte. Mi mamá se alertó y salió a averiguar que me ocurría. En ese momento, olí el aroma a puchero que ella siempre hacía tan rico.
— ¿Qué ocurre, Miguelito?
— Mamá— asustado, le alerté— «canijo», no viene.
— Ven, vamos a buscarlo. — mientras caminábamos hacia la parcela, ella preparó mi mente— Quizás esté durmiendo. Si duerme, no se le puede molestar, ¿entendido?
— Sí, mamá. — le contesté.
— Al llegar al matorral de donde salía a mi encuentro todos los días, dormido se encontraba. Mi mamá me dejó tras de sí. Mi afán por abrazarlo, me empujó a acercarme tanto que el olor que percibí en ese momento fue terrible.
— ¿Olía muy mal? ¿Cómo cuando papá va al baño?
— Peor aún, hija. Mi mamá me dijo que me despidiera de él, que su misión ya no era en estas calles y que me enseñó algo tan valioso como la amistad.
Una lagrima mojó mi mejilla.
— Es raro, pero aquella despedida no me la recuerda el olor fuerte sino cada vez que huelo a puchero. Son gratos los recuerdos y saber que su misión era con otros niños en otro lugar, para mí curaba su adiós.
Ella se mantuvo en silencio, pensativa. Dudó en preguntarme. Yo le contesté antes de que la hiciera:
— Cariño, las despedidas suelen aportar dolor, un olor que no nos gusta oler, pero si eres capaz de entender que tuviste la suerte de tenerlo antes de su marcha, todo es menos amargo.
— «Elo» , si yo me marchara para siempre, ¿cómo crees que olería: a puchero de tu mamá o a papá en el baño?
El corazón se paralizó por un instante. Nunca me planteé perder a mi preciosa nieta. El miedo siempre está presente en cada paso, cada instante pero nunca pensé en mí y como reaccionaría si ella se marchase por capricho del destino.
— Ni uno ni otro olor. Tú, mi nieta preferida, hueles a vida, alegría, entusiasmo, aprendizaje, locura. Eso es a lo que hueles.
— Ya lo sé, «Elo». Pero y si me voy, ¿cómo olería mi despedida?
— Seguro que olería a chocolate negro. Amargo al principio hasta que el paladar desprenda las fragancias que esconde tu historia junto a mí y saque esa sonrisa al recordarte y las lágrimas al despedirte.
— Uhm, chocolate. Que rico, «Elo». Me encanta el chocolate.
Mis lágrimas salen casi a escondidas. Ella no se da cuenta; despierta en mí, no el miedo a perderla, sino la sabiduría de saborear cada instante que nos quede juntos.
Por desgracia no serán muchos. El cáncer gana la batalla y, aunque mis hijas y nietos aún no lo saben, tendré que avisarles que si algún día no respondo a su llamada y huelen a puchero de mi mamá, estaré dormidito en mi matorral, viajando a mi siguiente misión.
By Fali