( Primera escena)

                                                       I

Las fotografías que le enviaron semanas atrás confirmaron sus sospechas. Su mujer tenía un amante. No descansaría hasta conseguir otra imagen de ellos dos. Esta vez, también desnudos en la cama mientras se abrazaban pero con un balazo cada uno en la frente. Soltó una carcajada al imaginar que los ojos azules de su mujer ya nunca más podrían ponerse en blanco. Los fuegos de artificio con los que culminaba el orgasmo, la representación con la que le había atrapado a él, pronto se convertirían en una mirada sin vida. 

Quería estar muy cerca cuando ella y el amante dejaran de respirar. No le fue difícil alojarse en la habitación contigua a la que ellos ocuparían, la 517. Usó documentación falsa, tanto al hacer la reserva como al recoger la llave en recepción.

Sentado sobre la cama y sin desvestirse, a oscuras y con la ventana abierta, las farolas y las pocas luces del edificio al otro lado de la calle le parecieron que arañaban las paredes cuando, en realidad, solo  alargaban las sombras. No tardó en oír los gemidos de su mujer filtrándose hasta la habitación que él ocupaba.

Cuando ya no escuchó jadeos, encendió un cigarro habano. Retuvo el humo en la boca y lo saboreó. Inhaló varías veces más del puro aquel y la ceniza incandescente alumbró sus pupilas dilatadas bajo un amago de sonrisa. Apenas se inmutó cuando un cuarto de hora más tarde el timbre del teléfono sonó, lo esperaba. Escuchó por el auricular unos instantes y, sin pronunciar palabra alguna, muy despacio, colgó.

Pocos minutos después pudo ver por la ventana el reflejo de un fogonazo y, de seguido, otro más. Durante una fracción de segundo, el cielo se iluminó, pero la oscuridad y el silencio volvieron enseguida a inundar cada rincón. Sin embargo, al hombre le había parecido que el eco de los disparos duraba una eternidad porque todavía los escuchaba como un disco rayado en su cerebro.

Había pensado permanecer en el hotel hasta las primeras horas del día. Mezclado con los clientes que entraban o salían pasaría desapercibido. Según dejaba transcurrir el tiempo, abrió una botellita de ginebra del minibar, encendió otro habano y pulsó el botón de encendido del televisor poniendo el volumen al mínimo. También sacó de su chaqueta una pastilla contra la acidez y la fue disolviendo en la boca. Tan pronto tiritaba como se le formaban churretes de sudor por la cara.

Al amanecer, refrescó. El hombre ahora estaba tapado con la americana. No sintió la bajada de temperatura, tampoco pudo ver al locutor atropellándose al informar de que en un vulgar hotel del centro de la ciudad habían aparecido los cadáveres de un prometedor cantante y la joven esposa del empresario más rico de la ciudad. Sin acabar el habano, que aún mantenía entre los labios, su corazón había estallado deteniéndose minutos antes.

(continuará)


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