Me dirigía a mi casa conduciendo o, mejor, serpenteando montaña abajo, cuando me fijé en el pequeño valle que recorta la carretera por la derecha. Un gran incendio se había ensañado unas semanas atrás con él hasta el punto de dejar desnuda la tierra de árboles y arbustos. Sin pudor ahora muestra las enormes piedras que escondía. Lo que queda de la vegetación es gris o negra, seca y retorcida.

Sin embargo, tanta pérdida no me produjo tristeza.
Porque tengo una certeza: lloverá.

Volverán a caer las pequeñas gotas del cielo, para preñar el suelo. De un día para otro -como tantas veces- de la tierra saltarán brotes verdes que lo cubrirán todo. Unos serán hijos de semillas de árboles y veremos árboles. Otros procederán de semillas de arbustos o flores, y veremos arbustos y flores. Todos ellos atraerán insectos y éstos a sus propios predadores.

Sonrío. Tengo la certeza: lloverá.

A esta sensación la llaman esperanza. No la llaman ilusión, porque la ilusión proviene de los buenos deseos que, como todo el mundo sabe, están huecos. Es esperanza, porque está sustentada en la certeza.

Y pienso en los sueños abandonados, en la fe perdida, en los corazones arrasados.
¿Qué clase de incendio los arruinó? No importa. Lloverá otra vez.
Tan cierto como que hay tiempo de llorar, hay tiempo de reír.
Tengo la seguridad, por eso tengo la esperanza.

Una nueva lluvia hará brotar otros sueños, como bombas listas para que las hagan estallar.
La fe reverdecerá, pero esta vez más madura y más sabia.
¿Y aquel corazón desgarrado, arrasado, moribundo?
No quedará así para siempre porque solo necesita abrirse para recibir la lluvia. Frescura del cielo.