Sintió una puntada fuerte en la boca del estómago, no pasó enseguida, se quedó clavada allí un largo rato, cortándole la respiración. Lentamente el dolor fue aflojando. Ya estaba acostumbrado, hasta sabía cuando iba a empezar. El cuerpo se le tensaba como una cuerda para soportarlo mejor. Lo conocía de toda la vida, si bien no lo recordaba, estaba seguro que lo había acompañado desde el día que nació.
-¡Hacé callar a ese pendejo de mierda!
De eso si que se acordaba. ¿Cuántos tendría, tres, cuatro años? El viejo hijo de puta solo sabía chupar y cagarlo a palos. Que culpa tenía de tener hambre, él no les había pedido de venir a esta puta vida.
Había sido un mal día. Solo la Rita, de la verdulería, le había regalado una manzana. A escondidas del tano, ese miserable jetón. Cuando lo veía venir, agarraba la escoba y empezaba a gritarle alertando a todos los de la feria ¡Viejo forro! Lo echaba como un perro.
Eso era, un perro de la calle, -creo que los perros tienen más suerte que yo pensó, muchas veces. ¿Qué pasaba con la gente?, no había perro que no tuviera dueño postizo, algo siempre le daban a esos guachos de mierda, estaban gordos como chanchos.
Es cierto que él había afanado muchas veces. ¿Y,… que querían que hiciera?, era lo que había aprendido: afanar, pedir, darse con el poxi. Ni eso había podido hacer esta semana.
La merca no la había probado todavía. Le tenía respeto. Él había visto morir al “Chulo”, dado vuelta como una media. ¡Que socaga se había pegado, loco!
-El paco no perdona- le había dicho la vieja. -No te prendas en esa “Virulana”, vas a terminar reventado como un sapo- le decía.
Ni siquiera le habían puesto un sobrenombre como la gente. La puta de la Tania, su hermana, tenía la culpa.
-Miren, el Yonatan tiene el pelo como virulana – se burlaba con ese cantito, siempre lo forreba con algo.
Y… le quedó Virulana nomás.
A la villa no podía volver con las manos vacías. El mes pasado el viejo lo había desfigurado a trompadas.
-¡Puto, puto, no servís ni pa’afanar!
Siempre empezaba del mismo modo, después el cinto o trompada limpia. Si no hubiese sido por el Carlín lo amasijaba. Al viejo se le fruncía con el Carlín. Cuando cumplió 15, ya no le pegó más, porque el Carlín lo fajó de lo lindo.
El Carlín estaba en cosas grosas, pesadas.
– Lleváme con vos Carlín- le había pedido un millón de veces.
– No, chabón sos muy pendejo. Cuando cumplas quince, te venís conmigo.
¡Siete años de mierda le faltaban todavía!
La noche pintaba como para engarrotarse, hacía un frío de la puta madre. Remera manga corta, pantalones cortos de San Lorenzo, zapatillas hechas mierda. Era lo que le habían dado en la parroquia.
Empezó a enfilar para el Parque de Diversiones. En realidad la diversión, era para los que podían garpar, no para él. No importa, se conformaba con mirar, le gustaba esa música fuerte, los chicos gritando, comiendo helados o esos pompones de azúcar enormes, que te pegoteaban la boca y las manos.
Esos chetitos de mamá, tenían lo que querían. Pedían y tenían, volvían a pedir y volvían a tener, y encima dos por tres berrinche y lágrimas.
– Porque no se mueren rápido estos idiotas -pensó más de una vez. En el fondo sabía que
los odiaba y también los envidiaba. Si tuviera ocasión los reventaría a piñas.
Una sola vez, ¿tendría cinco o seis?, la vieja lo había llevado a la calesita y le había comprado unos chocolatines. Fue una de las pocas veces que la vió sonreír, de verlo contento a él, de que otra cosa iba a ser. Sonreía y se le veían las encías casi sin dientes a la pobre.
-No le digas nada al viejo de esto – me pidió – si sabe que gastamos en calesita se arma.
¿De qué estaba hecha la vieja?, ¿de plástico?, ¡mirá que el rodguailer la había molido a palos!
-¡Un día te voy a quemar viva, guacha!-le decía el rodguailer.
Yo estaba seguro que era capaz de hacerlo. Ella ponía el tetra arriba de la mesa y lo dejaba mansito como oveja. Laburaba para el guardián como decía el Carlín.
¡Qué día aquel que el Carlín le regaló veinte pesos!, fue el más feliz de su vida. Se metió allí desde temprano hasta que cerraron. Por lo menos anduvo en el tren fantasma, en la montaña rusa y se compró un pompón de azúcar. ¡Cómo lo gozó ese día al de seguridad! Se la tuvo que comer el hijo de puta, cuando vio que tenía plata para pagar, si no, no lo dejaba ni arrimarse.
-¡Rajá de acá, negro de mierda!- le decía entre dientes sacándolo a empujones.
Ese día la vió allí, en la calesita. Siempre le había parecido una boludez la calesita. Pero desde ese día se quedó mirando pasar mil veces los mismos caballos, elefantes, focas y cisnes. Ella iba en el cisne. En realidad era un bote con forma de cisne. Llevaba el pelo atado con una cinta blanca, lo miró y le sonrió, y no solo eso, lo saludó con la mano. Nunca se había sentido así, emocionado, como cuando los xeneises embocaban un gol, igual. Era la primera sonrisa que le había llegado en años. Alguien lo había visto y no lo echaba al carajo. Lo único que le llegaba de la gente era el rechazo, el desprecio, se daba cuenta de que no le gustaba a nadie. Muchas veces pensó que era por el olor, ese olor a agua podrida y resumidero, a humo. El único año que fue a una escuela, la maestra lo había llamado y le había dicho:
-Hay que bañarse más seguido Segovia, el olor se siente desde acá.
-¿Qué olor?- había dicho él.
Se quedó allí, detrás de la alambrada, embobado como un gran pelotudo, viéndola pasar una y otra vez en su cisne blanco.
-¡Vamos Ema, esta es la última vuelta!
Se llamaba Ema. Era el nombre más lindo que había escuchado.
¿Le regalaría otra sonrisa y lo saludaría del mismo modo, si se enterase que le decían Virulana? De solo pensarlo se llenó de despecho y de vergüenza. Se quedó mirándola hasta que desapareció entre el gentío. Nunca más la volvió a ver.
No quería pasar la noche durmiendo en la vereda. El Parque había quedado casi a oscuras, solo algunas luces cada tanto, echaban sobre el suelo sombras largas que parecían fantasmas.
La calesita estaba recubierta con una lona verde. La mujer apareció de pronto sobre la calesita, toda vestida de blanco, el cabello negro le llegaba hasta los hombros. No le dijo nada, debió darse cuenta de que estaba temblando como una hoja, no sabía si de frío o de miedo. Y otra vez esa puntada de mierda en el estómago.
Se trepó como un gato por la alambrada, y de un salto ya estaba arriba. Fue acariciando los animales uno a uno, los caballitos, los elefantes, las focas, hasta que llegó al cisne. Se acomodó en el asiento y se abrazó sus propios brazos, para entibiarlos, a falta de mangas largas. Ella lo miró ¡Que mina rara! No tenía la mirada dulce como Ema, solo le tocó el pelo con la mano.
– Es por mi pelo que me dicen Virulana – le dijo como para enganchar conversación. Ella no dijo ni mu, ni palabra, apenas una sonrisa sin despegar los labios. ¿Sería muda la chabona? El no sintió miedo, hasta le parecía que la conocía de algún lado. ¿Le habría choreado alguna vez? No, se lo hubiera dicho. Cerró los ojos. Le pareció que alguien pasaba a su lado, los entreabrió otra vez. Una cinta blanca flotaba en el aire. Cayó rendido. Así como estaba se quedó dormido.
El sol apenas entibiaba la mañana cuando el ruido desordenado de herramientas, motores, y gritos de operarios, despertaron lentamente a cada uno de los juegos del Parque, que somnolientos, chirriando una y otra vez, se negaban a salir de su letargo. Empezaron a desmontar la lona verde que cubría la calesita. Lo encontraron allí, acurrucado en el cisne blanco, duro como una roca, con los brazos abrazando sus brazos, a falta de mangas largas.