Lo que está escrito es lo que importa. Lo demás no existe. Durante todo el tiempo que estuve encerrada, las imágenes de mi vida iban y venían como si de una ráfaga de diapositivas se tratara. A veces me veía a mi misma en ellas. Otras en cambio no me reconocía y todo ello iba encadenado a una continua repetición de noticias; fotocopias unas de las otras, tanto, que había momentos donde la realidad se mezclaba con los sueños y estos se enredaban con una ficción inventada en mi cabeza, donde todo lo ocurrido solo estaba en mi mente; mi pasado mi presente y mi futuro. Aunque esto era cosa mía, porque cuando aquel cinco de julio del dos mil veinticuatro, a las ocho de la mañana se sintonizó puntualmente el televisor, lo vi escrito en un cartel informativo que figuraba detrás del presidente; el Estado de Sitio se levanta a partir de hoy a las doce del mediodía.
Ese día era viernes, y a pesar de que durante el último Estado todos los televisores del país se programaban ellos solos tres veces al día, no sabría decir si ya lo habían avisado con anterioridad o no. Últimamente ya no escuchaba nada. Oía, pero era incapaz de hilar una palabra con otra. Mi nivel de concentración había naufragado. Pero aquella noticia estaba escrita quedando tatuada en mis pupilas para siempre.
Hacía tiempo que no hablábamos él y yo. Recuerdo el paso cansino con el que fui arrastrando los pies hacia la cocina aquella mañana pegajosa, pero, a pesar de la calor, el café lo sentí frío y sus posos se quedaron empapados en mi garganta. También medité de que entonces, ese día sería el último en tomar aquella bebida que me sabía a amargura ya que los militares dejarían de dejarnos la comida en la puerta de casa. Esa comida envuelta en plástico que no sabía a nada y ese café negro con sabor a calvario.
Le pedí que se vistiera, y fue entonces cuando me miró con extrañeza; la misma que sentí yo cuando pronunciaba aquellas palabras en voz alta. ¿Cuánto tiempo hacía que no hablaba? Casi no reconocí mi propia voz. Retumbó en mi cabeza y se lo volví a repetir:
—Vístete.
Aunque esa vez recuerdo que lo hice para escucharme a mi misma —vístete—.
El sonido del timbre resonó en medio de las palabras que no dejaba de pronunciar en voz alta, como si fuera alguien que comienza a decir sus primeras voces por primera vez. Abrí la puerta y como todas las semanas, unos paquetes con el emblema militar, solo que en aquella ocasión el contenido no era café amargo ni comida sin sabor; eran unas mascarillas, unos guantes y unos zapatos. Hurgué dentro de mi memoria, siendo incapaz de recordar cuando fue el momento en que le dije a alguien que número calzaba, ya que ni yo lo sabía en aquellos momentos…—Tampoco lo se ahora—.
Salimos a la puerta del ascensor en silencio y con la mirada perdida. Fui yo la que le dio al botón, y mientras la máquina bajaba intenté recordar cuando fue la última vez; la última vez que me subí en él; la última vez que me reí; la última vez que disfruté de una buena comida; la última vez que leí un libro; la última vez que pensé que la vida merecía la pena…La última vez. No recordaba nada de aquello. El ascensor hizo su parada en la planta calle. Él salió primero y me sostuvo la puerta para que saliera. Por primera vez en mucho tiempo lo miré directamente a los ojos. No hicieron falta las palabras y a pesar de que llevábamos sin hablarnos meses nos conocíamos desde hacía mucho tiempo atrás. Me regaló media sonrisa unido con un gesto de resignación con los hombros. Entonces fue él, cuando cerró la puerta del ascensor quedándonos uno a cada lado. Su sombra se distinguía quieta a través del cristal biselado y fue entonces, cuando volví a darle al botón, pero esta vez era para subir de nuevo a casa.