— ¿Es Murcott o Clementina?

La pegunta me llamó inmediatamente la atención.

—Clementina Doña Ana, las Murcott están en los cajones de la vereda— respondió el verdulero.
—Son las más dulces, 2 kilos por favor- agregó la señora Ana.
—Es cierto, y fáciles de pelar. Aquí van dos de regalo, por si alguna falla.
—Gracias Ricardo —y abrió cuidadosamente su bolsa de red, a la que había colocado por dentro una de plástico de supermercado, para que ninguna fruta de su preciado tesoro recién adquirido, terminase rodando por allí.
Pagó la cantidad exacta, con billetes y monedas que sacó prolijamente de un pequeño monederito rojo, ya despellejado por el uso. La miré alejarse despacito, con ese paso cansino y vacilante que traen los años.
Yo era el próximo.
—Hacía años que no escuchaba que alguien conociese la variedad Clementina— le comenté al verdulero.
—Pasa que Doña Ana es de las de antes, conoce de frutas y verduras, es de la gene-
ración del huerto y el montecito frutal en el patio del fondo—dijo riendo y casi
con orgullo ajeno— igual que mis abuelos — agregó con un dejo de nostalgia
— Hoy compramos solo por la pinta – dije, e inmediatamente me arrepentí de haber
hecho un comentario tan estúpido.
—Además, Ana hace el licor de mandarinas más delicioso que nadie haya probado
—comentó mientras colocaba con sus manos ásperas las papas en una bolsa de
plástico. —Eso sí— agregó intentando limpiárselas en el delantal, tan sucio que
no se podía adivinar su color original—hay que tomarlo de a poquito, porque
sino te deja KO, lo prepara con base de vodka.
— ¿Con vodka?, también así lo hacía mi vieja— dejé escapar en un susurro.
—Todos los años me trae una botellita de regalo, y yo agradecido— dijo rién-
dose—. ¿Algo más señor?
— No, nada más – le contesté de fórmula.
Mis pensamientos habían volado lejos. ¿Cincuenta, cincuenta y cinco años atrás?, y si, más o menos.
Mediados de Mayo, esa parte del otoño de días escasamente soleados, donde el invierno insolente puja por entrar obligándonos a las molestas mangas largas, iniciaba el ritual del licor de mandarinas
La casa de la calle Maipú al ochocientos, donde disfruté la infancia, quedaba envuelta en un velo invisible, perfumado de esencia de mandarinas. Todos los ambientes de la casa se impregnaban de ese olor inconfundible, hasta en las sábanas, al momento de ir a dormir rigurosamente a las nueve y media.
Era el tiempo en que mi madre se abocaba a la preparación de licor. Primero cepillar y lavar la fruta con agua fría, después pelarlas cuidando de no destrozar las cáscaras. Así lavadas, se hundían en frascos de vidrio con abundante vodka, para dormir allí un sueño de largos veinte días. Magia en los recipientes, que día a día iban tomando un intenso color naranja.
Mis hermanas y yo colaborábamos en el pelado. Era en el patio que nos sentábamos a la sombra de algún árbol, alrededor de un gran fuentón lleno de fruta y allí emprendíamos la tarea. Pulpa para el dulce, cáscaras para el licor. Aprovechábamos para comer la pulpa entera, sin separarla en gajos, con el jugo chorreando por las comisuras de los labios.
Algunas cáscaras, las más firmes y de mayor tamaño las guardábamos en nuestros bolsillos, para confeccionar las “dentaduras de ogro”. Moldeábamos la cáscara de modo que su lado blanco quedase hacia fuera y luego con un cuchillo marcábamos dientes bien grandes. A modo de dentadura nos las metíamos en la boca y las usábamos como parte de disfraz de algún juego de aventuras o para asustar a los más pequeños.

— ¿Saben que la mandarina es un fruto muy, muy antiguo?—decía mi madre—
La planta tiene una antigüedad de millones de años
— ¡Millones de años! ¿Y cuánto es eso? — preguntábamos, sin poder tener
noción exacta de semejante cifra
—Muchos, muchos. Es originaria de las zonas tropicales de Asia.
— ¿Y cómo llegó aquí?
—Viajes, guerras, conquistas. El nombre mandarina viene de mandarín, que .
eran gobernantes de la antigua China, y parece que usaban trajes de este her-
moso color anaranjado
— ¿Cómo puede ser que crezca en el patio de la bruja de La Candelaria?— dije . cierto día
Fue la pregunta más desacertada de mi vida, porque me valió un coscorrón y una penitencia de cortar el pasto.
—Aquí no existe ninguna bruja de La Candelaria— me retó mi madre con fir-
meza
— Bueno,…. todos hablan de la bruja — quise excusarme
—Si la señora Luisa fuese tan bruja, no nos regalaría mandarinas en cada
temporada—argumentó mi madre.
Fui expulsado de la tarea de pelado, ante el silencio de mis hermanas, que también sabían de la bruja de La Candelaria.
A los nueve años ya me había consagrado como uno de los líderes de nuestra pandilla: “Los Monos Trepadores”. Así nos llamábamos después de un largo debate, que fue zanjado por votación secreta. Tal vez lo de los monos vino a cuenta de Tarzán, rey de la selva, la aventura mas difundida en aquellos años, que leíamos en formato historieta o escuchábamos por Radio Nacional.
Conocíamos cada árbol, de cada patio, de cada baldío, que nos daba acceso a trepar por techos y medianeras con extrema velocidad y fluidez. Manejábamos un panorama aéreo de toda la manzana. Eso nos permitía visitar amigos, que por travesuras o malas notas habían sido castigados con prohibición de salidas a la calle. Se hacían encuentros clandestinos en los patios o a través de las medianeras, con lo cual el pobre condenado aliviaba su reclusión.
Recogíamos parte de conversaciones y comentarios de las mujeres que tendían la ropa, o espiábamos a la chica que nos gustaba, para descubrir (la mayoría de las veces sin éxito) secretos de su intimidad. Debo decir no sin un poco de vergüenza, que robábamos algunos huevos frescos de los gallineros o nos hacíamos de bolsas de fruta como botín para después devorarla en grupo ¿Acaso la fruta y los huevos robados no tenían un sabor diferente? Eran el premio a la astucia, al arrojo y al acto ilegítimo en nombre de “Los Monos Trepadores”.
Tal vez el aspecto más tierno, lo dieran los ramos de flores de jardines robados sin piedad, que entregábamos a nuestras madres con cara de mansos corderos y que ellas agradecían emocionadas con lágrimas en los ojos.
La vida, los juegos, las aventuras, se desarrollaban en la calle, en un territorio marcado por la impronta de la imaginación infantil.

Había dos cosas que ensombrecían mi vida: una era el misterio que se encerraba en La Candelaria, la otra el fantasma de la poliomielitis.
La enfermedad, causada por un virus, aterrorizaba al mundo, y especialmente a los niños. Se decía que los más afectados eran entre los cuatro y diez años. Yo, que por aquellos tiempos tenía nueve, estaba dentro de la zona de riesgo. Había visto niños mutilados de por vida, condenados a la silla de ruedas o en lo mejor de los casos a llevar esas horribles prótesis que rodeaban y sostenían los miembros reducidos a ramas secas y flácidas.
¿Cómo imaginar que uno de los líderes de “Los Monos Trepadores”, quedase reducido a un bulto inútil, cuyo destino era la silla de ruedas? Por aquellos días mi padre me había dado la buena que empezaría a aprender a nadar, algo que había deseado desde hacía largo tiempo.
—Te inscribí en el náutico con el negro Pereyra para aprender a nadar este vera-
no—me dijo consciente del impacto del notición.
— ¡Con el negro Pereyra!, dicen que es el mejor— contesté y me le colgué del
cuello.
—Eso, si, todo aprobado en la escuela.
— ¡Lo juro!—dije levantando el brazo.

La polio vino a quitarme el sueño, a despertarme una y otra vez durante la noche y mover mis piernas entre las sábanas, para cerciorarme de que todavía era uno de los afortunados.
Las pesadillas de mi invalidez eran recurrentes, y más de una vez me desperté llorando, con la imagen de estar sentado en la silla de ruedas mientras me hundía lentamente en la pileta del náutico.
En el año 1954, una noticia ocupó los titulares y conmovió al mundo. La tremenda pandemia de la polio, había encontrado la horma de su zapato. Un médico llamado Salk había descubierto la vacuna para combatirla y la había probado inoculándose él mismo.
La gente pintaba los árboles con cal y colgaba bolsitas con alcanfor en las camas de los niños. Las creencias populares se alimentaban unas a otras, tratando de desafiar el miedo y la enfermedad, que recrudeció en 1956. Hubo que esperar al año siguiente, para que la vacuna llegase a nuestras escuelas, y si bien yo tenía terror a las agujas, jamás afronté con tanta fuerza de espíritu el pinchazo en mi brazo derecho.
Ese día “Los Monos Trepadores” festejamos a lo grande comiendo torta de chocolate que mi madre preparó para tan notable acontecimiento ¡Estamos salvados!, fue nuestro nuevo grito de guerra.

La Candelaria era el nombre de aquella enorme casa antigua, de planta baja y primer piso, que había sido en otros tiempos una señorial casa de campo. Todavía luchaba por sobrevivir al acoso del desarrollo urbano. Lo que antaño fueron las afueras de la ciudad, hoy constituía irremediablemente zona urbana.
La Candelaria se mantenía en pie, con esa nobleza de épocas de bienestar, pero que no podía disimular los apremios económicos.
Venida a menos, deslucida por el paso del tiempo, de estilo anglo normando, con techos a dos aguas, acusaba ya la falta de algunas tejas, y larga ausencia de pintura que resaltase sus trabajos en madera de la fachada.
La hiedra que insolente había invadido las paredes, confirmaba de algún modo que sería fatalmente ahogada por el avance de subdivisiones, casitas de barrio o condominios urbanos.
El parque, rico de pinos, cedros, robles, acacias y jazmines, crecía casi desenfrenadamente abandonado a la buena de Dios.
Ocupaba largamente una manzana, solo se mantenían limpios algunos senderos que llevaban a la zona de frutales y una precaria huerta.
Nosotros habíamos intentado penetrar la tupida vegetación, para llegar a poder espiar el misterioso interior. Nunca lo logramos, los perros la custodiaban celosamente, y ante el primer ladrido la bruja se asomaba a la puerta y con gestos de furia, nos obligaba a emprender la retirada.
Trepados desde los árboles vecinos, veíamos una habitación en la planta alta, con la cortina semicorrida. Alguien nos observaba, y ante el primer saludo que hacíamos a la distancia alzando los brazos la cortina se cerraba definitivamente.
El Toro Fortunato, fortachón pero ágil, había intentado una noche, de invadir propiedad ajena trepando por una escalera de emergencia en la parte trasera de la casa. Lo había logrado, para después, buscando apoyo en la enredadera, llegar hasta la misteriosa ventana. Lo que vio le hizo perder pie y cayó agarrándose como podía de las ramas salvadoras. Logró salir saltando el portón de entrada, raspándose las piernas y brazos, perdiendo un zapato y dejando un pedazo de pantalón en las fauces de uno de los perros.
— ¿Qué viste Toro, contá?
—No pude ver bien, pero era un monstruo – dijo con voz temblorosa al revivir
el recuerdo
— ¡Mierda!— contesté— esa puta bruja hace maleficios.
— Mi vieja dice que no nos acerquemos—comentó el Finito Díaz
— Mi viejo dice lo mismo, que nos dejemos de joder—agregó el Pata Sánchez.
— Yo renuncio —dijo el Toro—mi viejo me dio un par de azotes por el zapato
y el pantalón

Pasados los veinte o veinticinco días de sueño dentro del vodka, las cáscaras de mandarina habían entregado en cuerpo y alma todas sus esencias y color. El líquido estaba listo para transformarse en licor.
El almíbar debía tener la temperatura y el punto justo para unirse a él y corporizarse como dulce elíxir, tal como hace un mago y su conejo salido de la galera.
Un naranja dorado iba llenando los pequeños botellones, que luego se tapaban con corcho y se sellaban. Listos para beber o regalar, se alineaban sobre uno de los estantes de la alacena.
—Alejo—dijo mamá— vamos a llevar estas botellas de regalo a lo de la señora
Luisa
— ¿A La Candelaria? No creo que podamos entrar— me excusé con rapidez.
— Sí vamos a entrar. Si las mandarinas salieron de allí, pueden volver a entrar.

Era inútil discutir, así que con el corazón en la boca, caminé junto a mi madre con uno de los botellones en la mano. Traspasamos la puerta de entrada al predio. Ni noticia de los perros. Mi madre golpeó la magnífica puerta principal.
La bruja apareció, abriendo de par en par. Si no hubiese sido vacunado podría haber pensado que en ese momento mi cuerpo estaba totalmente paralizado.
Era alta, de físico contundente. El cabello canoso lucía un tanto desordenado. Vestía un pullover negro de lana liviana y una falda blanca. El collar de perlas caía hasta la mitad del busto.
—Buen día Luisa, le traigo para que pruebe el licor de este año.
—Adelante Raquel, pase, pase. ¿Este es su hijo?
—Soy Alejo – balbuceé.

Una espada de ojos celestes me atravesó de lado a lado.
—Nadie hace el licor como usted Raquel, algún día me gustaría saber el
secreto
—Tres cosas—respondió mi madre— sus magníficas Clementinas, la calidad
del vodka y el punto del almíbar. Después es solo respetar el tiempo.
—Quiero agradecerle a su marido me haya socorrido la otra noche.
— Es su obligación Luisa, para eso están los médicos.
—Quiero hacerle probar mis scons con ralladura de mandarina, concédame ese
deseo y de paso nos deleitamos con un vasito de licor

Yo había permanecido a un costado, deslumbrado de ver tantos objetos antiguos, magníficos a pesar del deterioro. De pronto, vi la escalera que llevaba al piso superior. No pude con mi espíritu salvaje y aventurero y me animé a recorrerla lentamente y con alas en los pies.
Un ancho y largo pasillo se abrió ante mis ojos. Me parecía estar dentro de alguna de las películas de misterio que veíamos los domingos en el cine Super.
El instinto de Mono Trepador buscó la habitación que daba al frente de la casa, la de la cortina semicorrida. Abrí sigilosamente la puerta. Allí estaba.
En una silla de ruedas, una niña me miraba. El cuerpo deforme y flácido estaba sostenido por correas que lo fijaban a la silla. La cabeza caía inclinada sobre uno de sus hombros. Las piernas, delgadísimas, apoyaban sobre unos soportes para que no permaneciesen colgando. El vestido blanco lucía impecable con su ruedo adornado de puntillas y su hermoso cabello rubio prolijamente peinado estaba sostenido en la nuca por un moño blanco de raso. Los ojos celestes eran iguales a los de su madre. Dijo algo parecido a pasá, adelante. Yo di dos pasos y quedé clavado en el piso de esa enorme habitación. Insistió haciendo una mueca que quiso ser una sonrisa. Me puse junto a ella, que suavemente acarició mi mano.
—Hola Candelaria – dije con un hilo de voz
Me señaló un libro. Lo tomé y empecé a leerle El Gato con Botas. Las palabras fueron ocupando la habitación. Poco a poco el silencio y la soledad desaparecieron ahuyentados por la fuerza y la energía de mi voz. De tanto en tanto alzaba la vista y veía como sus hermosos ojos azules se habían perdido en un intrigante mar de aventuras. No sé cuanto tiempo transcurrió, hasta que escuché: ¡Alejo, donde estás, nos vamos!
Cuando alcé la vista, ella tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no de tristeza.
Balbuceó un gracias pleno de felicidad.
Al salir, en un rincón de la habitación, haciendo guardia permanente, vi el tubo de oxígeno.