CAPITULO 2: El secuestro
La noticia corrió más veloz que un viento huracanado. El comandante general de la aviación, general Leonides Peña Sandoval había sido secuestrado por un grupo armado desconocido. La noticia estaba en todas las emisoras de radio y en todos los periódicos. La foto del general Peña Sandoval estaba en todas las primeras planas de los principales diarios del país.
Esa tarde, el general Peña Sandoval había salido de la comandancia de la aviación hacia un rumbo desconocido. Durante el interrogatorio, el chofer del general confesó que iban al encuentro con una amante de Peña Sandoval que vivía en el norte de la ciudad.
–¿Dónde vive esa mujer?… O nos vas a decir que no sabes… ¡Más vale que nos digas la verdad porque de lo contrario te vamos a moler a palos, chofercito!
Mientras pronunciaba eso, aquel hombre lo había tomado del cuello de la camisa y había acercado su rostro. Sintió como su aliento ácido y pesado penetraba por su nariz.
–Solo sé qqque la llamaba Sofía. El ggeneral era muy discreto con esaaasssss cosas–, dijo el chofer.
–¡Mira Cornejo lo que dice éste! ¡Que el general era muy discreto con sus líos de faldas! ¡Acaso nos ves con cara de güevones!
–Les estototoy diciendo la verdad. Sé en donnndde vive Sofía. Vayan allá y averigüen. ¡Yo lesss estoy diciendo la purita verdad!
El general Leonides Peña Sandoval estaba en sus cuarenta años y era un hombre con un cierto atractivo hacia el género femenino, lo que aprovechaba para tener amantes por doquier. Se movía con entero desparpajo y total insolencia con aquellos que sabía que estaban por debajo de él.
La palabra “no” en la boca de una fémina era un acicate para él. Usaba todas sus armas de seducción y si ninguna de éstas funcionaba, usaba su última arma: La violencia. La violencia insolente. La violencia usada con aquella superioridad frente al que sabía más débil.
Como comandante general de la aviación siempre estaba en contacto con lo más granado de la sociedad. Era un asiduo invitado a cenas y cocteles, que le servían para escoger a la que sería su nueva amante entre las familias o mandos que estuvieran por debajo de su poder. Nunca se sobrepasó con ninguna mujer perteneciente o cercana al círculo de sus superiores o iguales, eso hubiera sido su perdición.
En su casa, el general Leonides Peña Sandoval era un buen padre. Estaba casado desde hace unos 17 años con Dolores Pocaterra, perteneciente a una de las familias más influyentes del país, quien le había dado tres hijos: Dos varones y una niña.
Las constantes infidelidades del general llegaban a los oídos de Dolores quien las desechaba invariablemente. Su familia, en cambio, quería terminar con tal matrimonio, pero Dolores se oponía tajantemente.
Como se puede ver, el alma del general estaba dividida por sectores. En casa mostraba el sector del alma con las aguas en calma y, si bien, algunas veces se había impuesto valiéndose de su poder sobre su esposa en algunas situaciones domésticas, lo hacía con muy poca frecuencia. En cambio, con sus amantes podría mostrar el mejor o el peor sector de su alma dependiendo de lo que la mujer dispusiera. El peor sector tenía un agua encharcada, negra, mal oliente y en su interior se retorcían seres negros y monstruosos.
Así iba transcurriendo la vida del general Peña Sandoval, entre su rostro más benigno y el más ruin, pasando por una incontable gama de intermedios, que lo hacía ser bastante semejante al resto de sus congéneres.
Le dieron un lápiz y un papel: –¡Vamos chofer! Escribe. Pon tu mejor letra para que todos entendamos. ¡Porque si llegamos allá y la tal Sofía no existe te vamos a reventar algo… ya veremos qué!
El chofer tomó el papel, escribió una dirección y le entregó el papel al policía con la mano temblorosa.
–Cornejo, ya tenemos la dirección de la tal Sofía. Ve con una comisión y me la traes para acá. Ya veremos si este chofercito dice la verdad o no.
Dirigiéndose al chofer: –Y ahora sigue contándonos cómo fue el secuestro. Cuéntalo con todos los detalles posibles… sin omitir nada, coñito de mamá.
El chofer empezó a hablar, con la voz trémula por el miedo: –Ibamos más o menos a mimimitad del camino, cuando en un cruce entre dos calles, vivimosss que un carro se accidentó bloqueando el paso del auto donde ííiibamos.
–¿Qué te pasa chofercito? ¿Acaso estás cagaó o eres tartamudo? ¡Miren el chofer está tartamudeando de lo cagaó que está!–.
El policía lo miraba escrutando cada gesto del chofer con una mezcla de diversión y suspicacia.
–¿Cómo era el carro averiado?
–EEEra un mamamazdaaa blanco de este año. Nuestro aaaauto se detuvo al igual que el carro que iba detrás, un bububuick azul. Toqué la corneta para que se moviera y liberara la vía, pero el carro no no no no se movió. Decidí bajarme y ver qué era lo que pasaba y si de alguna manera popodía auxiliarlos y entoncces, ocurrió el secuestro. Dos hommmmmbres que iban en el bubuiiick azul se bababajaronn y apuntaron al general con suuuus pipipisstolas. El general se bajó con tranquilidad. Lo cacacachearon y le quitaron su arma de reglamento. Yo tetenía un revolver pegado a mi pecho. Quédate calladito y no te va a pasar nada –me dijeron–… Luego montaron al gggeneral en el carro que obstruía la vía junto con todddos los hombres que ejecutaron el secuestro y arrancaron hacia el Esteeee de la ciudad.
–¿Cuántos hombres eran en total?
–Deben haber sido cuatro. En el cacacarro averiaaaado iban dododosss y en el otro dossss más.
–Me imagino que los debes haber visto bien. ¿Serás capaz de describirlos?
–Lle…llevaban pasamontttañasss… aunqqqque anteees del secuestrrrro tennnían las cacacaras descubiiiertas.
–Te voy a enviar con el dibujante. Trata de recordar sus rostros. ¡Y tranquilízate, hombre! Con ese tartamudeo a veces es difícil de entenderte.
Todo el gobierno, todos sus opositores, los periodistas y el pueblo en general se hacían la misma pregunta: ¿Quiénes eran los secuestradores? ¿Será algún grupo guerrillero? ¿Quién es su líder? ¿Qué es lo que pretenden con este secuestro? Unos especulaban que iban a pedir un rescate, otros que iban a pedir la liberación de algunos presos políticos. Lo cierto, es que las horas pasaban y nadie se hacía responsable del secuestro del general ni había ningún pliego de peticiones para su liberación. El vulgo empezó a decir: ¡Eso es que lo van a matar! De esta no sale vivo.
Similares pensamientos tenían los del alto gobierno. El presidente llamó a una reunión de su gabinete y al alto mando militar. Todos concluyeron que los secuestradores tenían que ser de la extrema izquierda, que no podía ser de otro modo. ¿Y qué hacemos? –dijo un ministro–. Es muy sospechoso que no pidan nada a cambio –remató–. Todos asintieron. Fue entonces que el ministro de defensa, a falta de alguna propuesta contundente, propuso activar la operación peine. Todos se miraron entre sí, aún sin entender el alcance de la propuesta.
El ministro de defensa, un general del ejército, los miró y les dijo:
–Creo que está claro lo que es un peine en el argot policial. Propongo empezar a buscar al general Peña Sandoval calle por calle, casa por casa. ¡Debemos mirar hasta debajo de las piedras!
Muchos ministros se opusieron.
–Eso va a ser muy impopular y va a tener un costo político altísimo, señor presidente.
El presidente oyó y sopeso todos los argumentos dados a favor y en contra de la operación peine y, finalmente la autorizó. En paralelo, giró la instrucción de detener e interrogar a todo potencial sospechoso del secuestro y decretar, desde ese día, el toque de queda a partir de las 6 pm hasta las 6 am del siguiente día.
Ese día las fuerzas armadas, la policía política, policías municipales y estadales fueron acuarteladas. Cada estado, cada municipio, cada ciudad, cada pueblo, fueron divididos en cuadrantes. Cada cuadrante fue asignado a un grupo de policías y militares. La búsqueda del general Peña Sandoval empezaría a la mañana siguiente.
Las aguas empozadas que inundaban el alma de las fuerzas del estado se preparaban para anegar todos los caminos y la vida del país.