A lo lejos vislumbro una antigua casa. Me parece hermosa, es una típica casa colombiana con techo caído, así le dicen al que nosotros llamamos a dos o cuatro aguas. Las habitaciones colocadas en herradura dejan en medio el jardín. Al verla me digo que tengo que visitarla de ser posible.

Es tarde, el frío se recrudece y la noche cae de repente, sin aviso. He olvidado la maleta ante la belleza del paisaje. Descanso plácidamente en espera de que el día siguiente me traiga la alegría de recibir mis pertenencias.

Temprano recibimos una llamada de la aerolínea. Mi maleta va en camino. Debemos esperar pues no la entregarán a nadie que no sea yo.  Mientras, intento enseñar a Shaddy, hijo de mi amiga, el uso del trompo y el balero. La verdad es que nunca fui buena con ellos pero lo intento. Los colores encendidos han llamado la atención del pequeño, quien con sus nueve años aparenta más edad. Son juguetes tradicionales que le he llevado con la intención de que conozca un poco más de sus raíces. Entre juegos y risas se nos ha ido la mañana.

Avisan a Mónica que han llegado con mi maleta. Bajo con la misma ropa del vuelo. Verifican mis datos y yo reviso que mi maleta esté en orden. Aparentemente sólo falta el personalizador. Me da risa pensar que les ha llamado la atención el perrito. A las dos maletas se lo han quitado.

Respiro tranquila. Han prometido una compensación. Son varios requisitos que me hacen dudar de la intención de pagarlo. Para empezar yo no manejo tarjetas de crédito y me han pedido forzosamente una. No voy a estresarme. Haré lo que pueda en aras de que realmente hagan algo por evitar el mal manejo del equipaje.

Deseosa de vivir el momento sin preocupaciones invito a mi pequeño anfitrión para que visitemos la casona. Caminamos rumbo a la sabana. El aire es límpido, frío. Vamos sin prisas. Visitamos nuevamente el pozo. Ahora, con más luz,  me asomo y veo el fondo cubierto de vigas y basura. Me da tristeza la muerte de la corriente subterránea.

Pido mentalmente mi deseo: que todo siga igual, que se salve la sabana. Seguimos hacia la casona. Me detengo de vez en cuando para fotografiar ese espacio. Mi amiguito camina con prisa y me alerta: no pises en esa yerba alta, abajo hay huecos y hay muchos animalitos. Sonrío por el cuidado que me pone.

Llegamos a la casa. Está rodeada por una alambrada de púas. Él niño me dice que hay un lugar por el que se puede entrar. Seguimos una vereda lateral hasta la parte trasera. Efectivamente hay un espacio sin cerca. Entramos por una pequeña escalinata avejentada y derruida.

La fachada está repleta de grafitti. Ya no hay ventanas, sólo quedan los claros. Tampoco hay puertas. Los techos se caen por trechos. El interior es frío, y no hay pared limpia de palabras o imágenes pintarrajeadas.

Camino entre las habitaciones. Los pisos de madera han sido destrozados por buscadores de tesoros, al menos eso es lo que dicen los lugareños. Imagino la finca en su esplendor. Sus múltiples espacios hablan de abundancia y prosperidad. ¿Será verdad que aquí vivieron Bolivar y Manuelita Sáinz?

La cocina guarda restos de mosaicos antiguos. Adivino el hogar en un rincón ahumado. El hueco por el que debieron pasar los alimentos está claramente definido. Un pasillo me lleva a lo que debió ser el recibidor. Dos columnas resguardan la entrada. La sala es espaciosa e iluminada.

Tanto al frente como atrás existen espacios arbolados. Jardines para el solaz de los habitantes. Frutales que debieron regalar jugosos productos a propios y extraños. Todas las recámaras tienen una gran ventana por la que se ve un cuadro naturalmente verde y frondoso.

El ladrido de un perro me devuelve al presente. Debo cuidar dónde pongo los pies para no caer en alguno de los huecos de los desvencijados pisos de madera. Es hora de regresar.