El hotel London en Milán, regentado por unos hindúes que hablaban perfectamente inglés, tenía una habitación con un baño minúsculo, decoración antigua y una combinación de olores que creaba confusión al entrar, pero era barato y estaba céntrico.
Y sin saber realmente si mi obsesión por ese olor era de tipo romántico/existencial o de tipo desagradable/evitativo, visualicé a una multitud de cuerpos de distintas razas, edades, tamaños y pesos, junto a su infinita variedad de calzados, sudores, olores corporales y hábitos higiénicos conviviendo en armonía (o no) en esa habitación de cuatro paredes con moqueta verde desgastada.
Me obcequé entonces en descifrar la procedencia de ese olor. Multipliqué huéspedes por días de la semanas, luego añadí los meses y finalmente los años. Más tarde, agregué otras variables a la ecuación; magnitudes aleatorias que combiné al azar con el único propósito de obtener una única fórmula química que explicase el origen de ese tufo que impedía que me reconciliara de una vez por todas con la humanidad.
Maldito Milán. “Todo el mundo es tan elegante aquí”, me digo mientras observo como cae la noche serena sobre la “Piazza del Duomo”.
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