Solía salir a navegar con mi pequeña barca de remos por el mar que una vez fue mi vida y al que solo tenía la oportunidad de regresar cada verano, aparte de algún que otro fin de semana ocasional. Lo amaba con todas mis fuerzas, era como el oxígeno que llena tus pulmones y te permite respirar cada segundo de tus días. Toda mi infancia transcurrió en este pequeño pueblo de la costa, acostumbrado a observar el fuerte oleaje a través de la ventana de mi habitación cuando llegaba del colegio, al despertar, antes de irme a dormir… Desde mi ventana, aquel mar, el mío, siempre tenía la rabia propia de las aguas encabritadas que luchan contra las rocas que se interponen a su paso. Desde la ventana de mi amigo Juan, desde la que se divisaba la playa, el mismo mar mostraba la calma mansa de un compañero de viaje que llega derrotado a destino.

Diez años, ese fue el tiempo que mis padres me permitieron gozar de mi mar. Tras su divorcio, los dos abandonaron el pueblo, en busca de mejores porvenires en lugares sin sabor, desconocedores de que la auténtica magia de la vida radicaba allí. Me quedé con mi madre porque así lo decidió un Juez, y ella tuvo la osadía de poner tanta tierra de por medio como le permitiese su ajustado bolsillo para alejarse de mi padre lo máximo posible. Desde entonces, mi vida ha transcurrido en una ciudad de la meseta castellano-leonesa, donde la mayor concentración de agua se encuentra a kilómetros de altitud, en forma de pequeña laguna de aguas heladas. Y, por supuesto, no saladas.

Tuve la certeza de que ya no regresaría nunca al mar que me vio nacer cuando contraje matrimonio con una mujer castellana a la que no le gustaba ni tan siquiera el agua de la lluvia, aunque se bebiese hasta la de los floreros. Y, aunque yo mostrase lo contrario, una entereza sin igual y la más bella de las felicidades, la verdad es que estaba destrozado en mis adentros. Tanto fue así que, cuando nació mi hija mayor, me empeciné en que debía llamarse Mar. Fue para mí como un eterno recuerdo viviente de lo que más quería en la vida, una extraña mezcla de mis dos grandes amores, mi hija y el mar. Cada vez que pronunciaba su nombre, suaves aromas a agua salada llegaban hasta mí, en un claro recuerdo de los que yo consideraba los días más felices de mi vida. Por si no fuera poco, quiso el destino dotarla de una larga y sedosa cabellera rubia, como si fuese sirena, y de los ojos color aguamarina más bonitos jamás contemplados.

Ahora que regreso solo en vacaciones a mi pueblo natal, a la vieja casona que me vio nacer al borde de un acantilado, solo mi hija Mar quiere acompañarme. Sé que ella es marinera, como yo, y que, de alguna manera, había influido algo en su destino con la elección del nombre. Sea como fuere, lo cierto es que mi hija era la única que compartía conmigo aquella pasión desmesurada por el mar, aun sin haberlo visto jamás ni saber nadar, porque su madre no la dejaba. A sabiendas de que mi amor hacia el mar sería siempre más grande que mi amor hacia ella, se negó siempre en rotundo a realizar ningún viaje conmigo a mi tierra natal.

Como ya era evidente, en ningún momento quise renunciar a ninguna de mis pasiones por ella, por lo que nuestro amor, basado en sus irracionales celos hacia mi elemento natural, terminó bastante antes de lo que ambos hubiéramos deseado. Por ello, comencé a regresar a mi tierra en vacaciones, en busca de mis raíces, de mis orígenes, de mi tranquilidad que yacía en aquellas aguas turbulentas y enrabietadas. Y mi hija Mar siempre me acompañaba.

Como os decía, solía salir a navegar con aquella barca de remos que habíamos comprado juntos una tarde de verano, Mar y yo. Era preciosa. Estaba lacada en blanco y la recorrían unas líneas transversales de un color tan rojo como el que desprendía mi pasión hacia el mar. En cuanto tuve dominado el arte de la navegación con remo, Mar quiso acompañarme en todas mis pequeñas travesías. En una de ellas, después de remar con esfuerzo hacia una pequeña cala que se encontraba a unos kilómetros de distancia, localizamos una pequeña gruta horadada en la roca del acantilado. Ninguno de los dos pudo reprimir el deseo de amarrar la barca a un saliente de las rocas y adentrarnos en aquella pequeña caverna.

Su interior nos cautivó por completo. La luz del sol se colaba por la abertura de la misma, proyectando reflejos en todas direcciones en su interior. A nuestros ávidos ojos de exploradores enamorados nos pareció una experiencia mágica, casi mística. Desde aquella mañana de descubrimientos, no faltaba el día en que nos adentrásemos entre sus misteriosas paredes. El suelo siempre estaba recubierto de agua, procedente de las olas caprichosas que el mar enviaba a sus adentros para darnos la bienvenida.

Cierto día, habíamos madrugado más de lo normal para hacer nuestra excursión. Nuestras vacaciones estaban próximas a finalizar y no queríamos regresar al interior sin vivir una experiencia fuera de lo normal, ver el amanecer desde aquella hermosa gruta. Remé sin descanso en la práctica oscuridad total del mar, solo alumbrado por el haz de una pequeña linterna que mi hija sostenía. Cuando llegamos allí, uno de los primeros rayos de sol comenzaba a asomar tímido detrás de las montañas que bordeaban la costa, dotando a la plácida superficie de agua salada de un color enigmático.

Para mi sorpresa, Mar se levantó del lugar donde estábamos apostados y me dio un cariñoso beso en la frente. No pronunció palabra alguna, tan solo me dedicó una tierna sonrisa que jamás antes había reconocido en su rostro. Incapaz de moverme de mi sitio, vi con angustia cómo se lanzaba al mar. Quedé anonadado por el extraño comportamiento de mi hija, aún más si cabe por el hecho de que ella todavía no había conseguido aprender a nadar, a pesar de los grandes esfuerzos que realicé por conseguirlo. Quería saltar al mar a por ella, pero algo me anclaba al lugar donde estaba sentado, impidiéndome cualquier movimiento en su dirección. La ansiedad me colmó hasta niveles alarmantes en aquel amanecer veraniego que pretendía ser una bonita experiencia compartida entre padre e hija.

De pronto, Mar emergió de las profundidades del amoroso elemento con su mismo nombre. Emergió gloriosa, más bella que nunca. Sus ropas habían desaparecido, quedando sus pechos cubiertos por su larga cabellera rubia, que parecía haber crecido en centímetros desde que se lanzó a aquella oscura profundidad. Un destello de luz solar en sus cabellos llamó mi atención y pude divisar en su cara una sonrisa cariñosa y un guiño de ojos. Se sumergió de improvisto, tan rápido como había emergido, dejando al descubierto una preciosa cola de pez que, en reflejos creados por la luz solar, destilaba todas las tonalidades de los más maravillosos colores. Mi hija y el mar se fundieron en uno solo, como era su destino.