Recuerdo con claridad aquel último viernes de junio.

Nos levantamos tarde, yo había acabado el proyecto del máster y los niños, las clases. Recuerdo que la luz penetraba con tanta fuerza en el salón que por un momento tuve que ponerme las gafas de sol.

Avanzado el mediodía nos llegó la noticia de la muerte de Michael Jackson. La recibí con pena y la misma compasión que me despertó en sus últimos años. Creo que se fue en un buen momento, no imagino el daño añadido que hoy le hubiera causado el abuso de las redes sociales. Creo que no lo hubiera soportado.

Fíjate si mi recuerdo es preciso que sé qué ropa vestía: falda vaquera verde, camiseta verde con un dragón rojo bordado y alpargatas verdes con perlas blancas. Me decía entre risas que ese verde hierba me sentaba de muerte. Sí, de muerte.

Sentada en el ordenador, pasadas las tres de la tarde, leí la noticia de una avioneta estrellada en La Palma y te envié un mensaje: “¿Qué tal estás? ”

No me contestaste.

No lo recibiste.

Me levanté y fui hacia la cocina. Estaba inquieta y aturdida, pero pensé que se trataba de una de esas “cosas mías”. De repente, un gran dolor me doblegó y caí de rodillas. Sentí como una daga atravesó mi cuerpo, a la altura del plexo solar, entre la boca del estómago y el esternón. Sentí como se vaciaban mis entrañas, como la energía me traspasaba y me crujía, atraída por un potente aspirador.

Y, de repente, desapareció. Todo se esfumó.

Ese todo provenía de arriba, de ese lugar del alma donde habita el misterio. Donde anida el espíritu. Y empecé a perder la conciencia y el aliento.

Caminé como pude hacia mi habitación y me acosté sobre la cama. Quería meditar, recobrar la calma y volver a la realidad de mi casa. Tarea vana. Ese dolor se extendía ya por todo mi cuerpo y mi mente zozobraba, inconsciente. O quizás estaba más lúcida que nunca. Más de lo que nunca estuviera.

Más de lo que yo quisiera.

Cerré los ojos y “vi” tu casa, tu cara con la sonrisa dibujada y la de tu mujer llena de lágrimas. Flashes de luz sin descanso. Para que no hubiera duda. En voz alta pedí una señal, ese recurso que utilizamos las meigas de vez en cuando… un grito de auxilio en busca de verdad. Lo que estaba viviendo no podía ser cierto.

De repente, las canciones pachangueras de mis vecinos mutaron en aquella canción de Rick Ashley que hablaba de despedida. Lo supe al instante. Ahí estaba mi señal.

¡Qué rápido me escucharon!

Bajé corriendo a la calle, me estaba ahogando. La bóveda del cielo se me quedaba pequeña, me aplastaba. Le escribí a Susana, extraña época aquélla donde todos mis amigos eran pilotos de avión. “Lo siento mucho – me dijo – es él”. Ahora sí, con la realidad entre mis manos, podía comenzar a llorar, a depurar mi pena y aliviar mi angustia.

A aceptar.

Pasaron un par de horas. A través del correo empezaron a llegar noticias de las madres del colegio. Daban cuenta de lo ocurrido y de la hora para velarte. Al día siguiente sería, tenían que traerte desde La Palma.

Traerte de camino a casa.

Consternadas, hundidas, cabizbajas, allí estaban. Todas eran amigas de tu mujer; yo sólo era tu amiga.

Entré sola, enredada en pena, desconsolada pero bien erguida, como si pusiera a prueba mi fortaleza. Tu madre me vio tan conmocionada que se acercó para consolarme ¡Tu madre! Me preguntó de qué te conocía y le dije que eras mi amigo policía. Y que había sentido tu muerte. Me llevó a un rincón y me pidió que le hablase de ti ¡Ella que te conocía más que yo! Aún me asusta y me conmueve su petición. Me dijo cuánto me envidiaba y todo lo que daría por sentirte como yo te sentía. Lo que siento es reverencia al recordarlo. Me habló de tu padre y cómo nunca logró hallarlo en ella. “A veces busco y busco y no encuentro nada, soy una piedra” me dijo, resignada.

De tu padre me habías hablado un mes antes, aquel penúltimo jueves de mayo. Lo echabas de menos y veías su reflejo en tu hija pequeña.

A tu madre la fui encontrando después, en el colegio, ocupándose de tus niñas y ocupando tu espacio, que no tu hueco.

Los meses venideros alternaron entre la serenidad y el duelo. Recordé, entonces, todos nuestros encuentros y les fui buscando sentido. Era todo lo que me quedaba, todo lo que tenía… y no tenía con quien compartirlos. Desde aquellos primeros, años antes, en la comisaría de policía; tú como inspector y yo como abogada de oficio. Recordé como a veces me veías fijamente y como buscabas el contacto. Me sorprendía y abrumaba. Y me halagaba.

Recordé, también, aquella penúltima tarde. Corría mayo cuando viniste a mi casa. Nos sentamos en un banco del parque y retocaste mi pelo unas cuántas veces. Me tocabas a cada paso, como reafirmando un vínculo. Compartimos experiencias del otro lado, me contaste tus sueños premonitorios y me hablaste de aquel último y extraño, al que restaste importancia: tu hermano y tú teníais un accidente de avioneta y os caíais al mar. Pero estabas tranquilo porque no os pasaba nada.

Te equivocaste en algunos detalles: aquel viernes de finales de junio tu hermano se quedó en el aeropuerto, a salvo, y cedió su sitio a quien se fue para siempre contigo. Me mentiste; fallaste en tu cálculo, amigo.

En ese banco del parque de mayo, me dijiste que te gustaría quedar conmigo, en mi casa, por las noches, para hablar de muchas cosas. Te confieso que esa idea rondó por mi cabeza. Era una preciosa petición, tanto como tú. Porque todo tú eras lindo, un encanto, irradiabas pura candidez, ligereza, dulzura… Y tenías esa frescura de la mañana que te anima a recorrer el día.

Pero no podía aceptarla jamás. Yo te hubiera invitado a mi casa y te hubiera agasajado como el invitado perfecto. Pero tenías una mujer y tres niñas pequeñas, no podía consentirlo, no podía adentrarme en ese bosque de minas.

Te digo ahora lo que nunca te he dicho: me hubiese gustado mucho encontrarme contigo. Pronto descubrí que estabas buscando algo, mi querido amigo, y quizá yo tenía la respuesta. Por eso insistías tanto.

Esa tarde de mayo me diste tu correo, ese que nadie más tenía – me dijiste – y seguimos el contacto durante ese último mes, a las puertas del vacío. Nos veíamos en el cole cada mañana, yo dejaba a mis niños y tú, a las tuyas, y de vez en cuando nos escribíamos durante el día. En tu último mail me contabas que recién habías llegado de Sevilla, de realizar la inspección de tu avioneta. Y la última vez que te vi, cargado de mochilas y tristeza, salías del cole con las niñas. Ibas apagado, apesadumbrado… como perdido. Como nunca te había visto.

Corría el penúltimo viernes de junio. Nunca volví a verte.

Isla bonita le llaman donde hallaste tu final. Pero yo he dejado de ver su beldad.

A veces, a finales de junio acostumbro a introducir tu nombre en google y así te rescato de mi olvido. Nadie conoce esa costumbre, nadie conoce nada, todo queda entre nosotros. Como siempre ha sido. Quizá es mi forma de mantenerte un poco vivo. Impenitente permaneces en las mismas noticias, las que ya no cambian, con tu eterna sonrisa de verano. Ésa que encandilaba a cualquiera que caminase a tu paso.

A veces, aún me descubro mirando al cielo. Y sé que en el Cielo de los buenos te encuentras a salvo. Quizás incluso te marques unos pasos de baile con Michael, llegasteis casi de la mano.

A veces, muy de cuando en cuando, te siento cerca y te pregunto si quieres decirme algo. Pero no tengo respuesta. Sólo veo tu cara y tu sonrisa callada.

Desde aquí abajo, por vez primera te escribo. Después de tantos años.

Te tengo en mi pensamiento y de vez en cuando te sueño. Me da que, entre las nubes, aún te echo de menos.

No en vano me hiciste el mejor de los regalos: me enseñaste mi esencia, esa que tanto me ha costado aceptar. Lo hiciste sin ruido y con toda la contundencia. Imagino que así había de ser: negro sobre blanco, para que me quedase bien claro.

Si alguna vez lo necesitas, ya sabes: sílbame y te descifro.

Un beso eterno, mi querido amigo.