Siempre hay decisiones difíciles que aún pasados los años nos hacen sentir inseguros y ciertos remordimientos nos rondan por la mente. Hay una historia muy personal que he mantenido en secreto, pero ahora quiero abrir mi corazón a mis amigos, con el fin de recibir consejo y consuelo.
Veréis…
Me casé muy enamorado de la mujer más hermosa e inteligente que jamás pude soñar. Fui muy feliz durante un año, pero desconocía el terrible secreto que ella guardaba celosamente y que me movió a divorciarme. Vosotros podréis juzgar si tenía otra salida:

Todo comenzó un día en el que mi querida Eva comenzó a padecer una extraña enfermedad de difícil diagnóstico y aún peor cura. ¿Los síntomas? Un desajuste hormonal que la estaba transformando en un monstruo. Sí, tal como leéis: en un ser groseramente masculino en sus modales y apariencia física.
Movido por mi gran amor estaba dispuesto a mantenerme a su lado, a pesar de que su adorable atractivo lo iba perdiendo con frenética rapidez, pero el amor, si es verdadero, mantiene a la pareja aunque cambie todo lo que en un principio nos atrae del ser amado.
A medida que los síntomas se hacían más y más evidentes, yo desesperaba y ella se sumergía en un estado autista, ajena a cualquier cosa que no fueran sus negros pensamientos. Por fin un día pareció volver a la realidad y pude vislumbrar el motivo de aquellos horribles cambios. Ya he dicho que yo la quería hasta la locura. Pues bien, ella me amaba tanto que decidió contarme su secreto a riesgo de perderme para siempre, pero no podía seguir viéndome sufrir de aquella manera.
—Pedro —me dijo con voz temblorosa— ven, cariño. He de decirte un secreto que me destroza el alma si no te lo cuento.
Yo me senté junta a ella y tomé amorosamente sus manos entre las mías, en un gesto de protector apoyo. Enseguida sentí que aquel momento sería trascendente en nuestras vidas. No dije nada, pero ella percibió en mi angustiada mirada la fuerza que necesitó para animarse a hablar.
—Por favor, amor mío… —Comenzó a contarme su historia— No me interrumpas. Lo que voy a contarte no pensé que tendría que hacerlo nunca, pero dadas las circunstancias creo que ha llegado la hora de sincerarme.
»Veras… —Continuó con más determinación— Unos años antes de tú conocerme yo era un chico. Mi cuerpo era el de un hombre, aunque mi alma era la de una mujer… Sí… Querido. —musitó con los ojos húmedos y la más desoladora tristeza que os podáis imaginar reflejada en su rostro, al ver la incredulidad de mi mirada.
—¡Era un hombre!… ¡Mi nombre era Roberto!… —Hizo una pausa para observar mis reacciones, pero no me fue posible decir una palabra.
Vio como mi semblante traslucía mi desconcierto y sus lágrimas volvieron a deslizarse con lentitud, dejando un oscuro rastro de rímel en sus mejillas.
—Llevada por mi instinto femenino —siguió explicando— y deseosa de ser feliz, decidí ponerme en tratamiento y poco a poco me fui convirtiendo en la espléndida mujer de la que tú te enamoraste. Fui operada en sucesivas ocasiones y tan buen trabajo hicieron en mi cuerpo, que en nada podría nadie intuir mi pasado. Acabé por creer que mi vida anterior sólo había sido un mal sueño. ¡Por fin era mujer y era feliz!
Aquella revelación fue tan brutal, que no recuerdo nada de lo que aconteció durante los tres días siguientes. Cuando recobré el dominio sobre mí mismo mantuve una terrible lucha en mi interior: me debatía desesperado entre el lógico rechazo y el amor que sentía hacia mi Eva, o… ¿Debería llamarle Roberto?
Creedme si os digo que la decisión que finalmente tomé no fue nada fácil. Sin embargo, -ojala que me comprendáis- decidí seguir junto a ella y buscar la cura apropiada que me devolviera mi tesoro más preciado… Un remedio milagroso para que retornara mi adorada Eva.
Como digo, decidí seguir con mi mujer, pero un día fui llamado por el doctor que la estaba tratando y la conversación que mantuvimos me hizo cambiar de opinión. Os la cuento:

El endocrinólogo de fama mundial, Dr. Clitoriano, se afanaba en explicarme con palabras sencillas las extrañas reacciones del organismo de Eva. Era un hombre de mediana edad, mofletudo, de apariencia vulgar y con un intenso y constante tic en su párpado izquierdo. Viendo su grotesca apariencia se hacía difícil imaginar el estado de gracia en el que se encontraban sus “células grises”, pues su inteligencia era envidiada por todo el mundo.
Yo jamás había oído hablar sobre el “efecto lagartija”.
—Se denomina así —me explicó con toda paciencia— a la facultad recién descubierta en algunas personas, de desarrollar ciertos apéndices previamente extirpados.
—¿Quiere decir —le pregunté con incredulidad— que un miembro amputado vuelve a crecer?… ¿Cómo cuando la lagartija pierde su rabo, pero luego lo recupera?
—¡Eso es exactamente! —exclamó el galeno, admirado de mi capacidad de entendimiento.
»Además —Prosiguió con el entusiasmo que sólo un experto siente por los temas que domina—, como cuando se poda una planta, el nuevo miembro se desarrolla con fuerza renovada. Crece con inusitada rapidez y adquiere un calibre desmesurado con respecto al tamaño que antes de tenía.
»En el caso de Eva, se puede afirmar que su desajuste hormonal hará que de 393 grs. extirpados, el desarrollo del nuevo miembro llegará hasta los 525…
—¡Qué horror! —Exclamé con un estremecimiento.
—Es más —apostilló el médico con morboso acento—, si se le volviera a amputar la reacción de crecimiento sería tal, que el tamaño final sería descomunal.
»Pero lo peor es que su físico sufrirá una transformación radical. Le crecerá la nuez, el vello se extenderá frondoso por todo el cuerpo… Los pechos disminuirán hasta desaparecer e, incluso… ¡Uff! —Exclamó con un repelús— El ombligo pasará de ser redondo, como es natural, a ser… ¡Cuadrado!
Yo no daba crédito a lo que oía, pero ¿cómo dudar del eminente doctor?
—Sin embargo —prosiguió ajeno a mi perplejidad—, más allá de los problemas físicos, la repercusión en su naturaleza psíquica será enorme. Además de perder la suavidad de su piel y sus turgentes curvas, todo vestigio de feminidad desaparecerá y su carácter perderá todo aquello que define a una mujer: su adorable capacidad para la crítica corrosiva, la malevolencia de sus pensamientos, el afán de dominio… De la pasividad sexual, pasará al deseo incontenido y salvaje de los hombres de las cavernas.
»Llegado ese momento —continuó el Dr. ante mi espanto—, tus partes pudendas traseras notarán la agresiva y avasalladora hiperactividad de ese engendro, antinatural e insaciable.
—Dr., estoy aterrorizado —gimoteé—. ¿Qué puedo hacer yo?
—Tienes cuatro opciones —respondió el galeno con la autoridad que le daba sus años de especialización—: la asesinas… Te suicidas… Aceptas la situación… O te divorcias.
—Yo no soy asesino ni suicida —le respondí— y aceptar la situación no va con mi carácter… De modo que sólo me queda…
¡El divorcio!
Y esta es mi historia. ¿Qué habríais hecho vosotros?

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