Lejos del pueblo y de su casa, de los silencios acusatorios, de las burlas y las miradas inquisidoras, de las mentes estrechas que odiaban lo que no entendían, del agobio y la asfixia; allí, donde a nadie importaban sus nombres, se dejó envolver por los brazos fuertes de Andrés al ritmo de la música que los mecía mientras sus pies se deslizaban ligeros por la pista de baile.

Echó la cabeza hacia atrás y rió.

Después, se besaron y unieron más sus cuerpos. En ese momento, Manuel supo que en aquellos labios había encontrado, por fin, su hogar.