No se veía más allá de un palmo. Aún peor era la ventisca. Los copos de nieve parecían proyectiles que alguien disparara en todas las direcciones y yo ya estaba más que harta de no sentir las puntas de los dedos, de tiritar desde que ayer Juan Carlos y yo habíamos llegado a Gstaad.
—Va, Tete, —me dijo Juan Carlos— deja de castañetear los dientes. El frío se te pasará bajando, pégate a mis esquís que esta nieve en polvo está estupenda. He visto como pasaban la máquina.
Para Juan Carlos los diez grados bajo cero y el viento helado no eran nada. Pero yo no podía pasarme la mañana en la pequeña cafetería donde había estado desde que hicimos la primera subida. Además, hablando con la camarera había encontrado la solución para volver a sentirme viva y dejar de ser la esposa sumisa que Juan Carlos quería.
—Espera, —dije poniendo cara de pena— en el bar me han dicho que por esta otra pista que hay a nuestra izquierda la nieve recién caída es la mejor y… —ahora gimoteando— además… es bastante más fácil.
Mientras que Juan Carlos se había estado deslizando por pistas heladas, a mí me había dado tiempo de prepararlo todo antes de que regresara a buscarme. Aunque el frío al exterior era como si te clavaran miles de agujas, en diez minutos pude llegar al borde del precipicio para quitar las barreras de protección y las señales de peligro, con aquella visibilidad parecería una pista más. Diez minutos después, volvía a ver nevar detrás de los cristales. Helada, pero convencida de que pronto mi vida cambiaría.
—Como quieras, Tete. Ya verás como te acaba gustando la estación. Esto está mucho mejor preparado que Sierra Nevada —dijo Juan Carlos a la vez que de inmediato empezaba a esquiar hacía donde yo le había indicado.
No tardaría nada en despeñarse y, con esta ventisca, sería muy complicado dar con su cuerpo. Más cuando yo apareciera abajo de la estación sin saber donde se separó de mi. Si la caída no le hacía dejar sus sesos pegados en cualquier roca, la congelación lo remataría.
Cuando salí de Madrid, a regañadientes como tantas veces últimamente, no me imaginaba poder cumplir mi sueño de acabar con la vida de Juan Carlos con tanta facilidad. Para empezar, ni me había preguntado si me apetecía ir a esquiar a Suiza en las vacaciones de navidad. Acostumbrado a mandar, yo solo era otra empleada más a sus órdenes. A él le bastaba con un mensaje a mi móvil: «Este viernes nos vamos Gstaad, te recogeré a las doce del mediodía ¡Recuerda! sin maleta, solo abrigo, jersey y una bolsa con el aseo y algo de ropa interior como mucho; el resto del equipo nos lo dejan» No era la primera vez que yo debía obedecer como si fuera su mascota. Tal vez lo fuera. Él debía creerse que los dos ganábamos. Como yo no tenía que preocuparme de pagar el alquiler del piso ni por cuánto gastara con la tarjeta de crédito, él podía presumir delante de todos de tener una esposa pelirroja y muy complaciente con sus caprichos. Había días que me sentía como una zombie, otros como su fulana.
Tampoco era la primera vez que con Juan Carlos había que viajar con las manos en los bolsillos. No se daba cuenta que para mí era como estar desnuda en pleno polo norte. Ver un armario vacío, aunque fuera el de una habitación de hotel, y me entraban unos escalofríos horrorosos. Pero no era lo peor, no. Mi verdadero ‘Vía Crucis’ era descender por las laderas muerta de frío en medio de una ventisca. Precisamente lo que haría en los Alpes durante la última semana del año. Pero a los socios rusos de Juan Carlos, Dimitri y Nicolaev, les encantaba la nieve –¿no tenían suficiente en Siberia?– por no hablar de que cualquier acuerdo debía cerrarse brindando con vodka helado acompañados de sus novias. Las chicas, en cada viaje una nueva, parecían haber salido de la cadena de montaje de muñecas hinchables: muy delgadas, de piel transparente y sin casi poder abrir los labios ni respirar no fuera a ser que la silicona se les escapara del cuerpo. A su lado, la llama encendida que era mi pelo, mis pómulos pecosos, y por qué no, las muchas horas que pasaba en el gimnasio, atraían todavía alguna mirada masculina aunque en cuanto las rusas se levantaban y daban dos pasos subidas en sus tacones imposibles, todas las cabezas, incluso mujeres, se giraban a mirarlas.
Nada menos que un chalet de esos con tejado de pizarra y muros formados con troncos de madera habían alquilado los rusos. Era inmenso, más bien desproporcionado, y muy frío. Los seis dormitorios, en el piso superior, parecían pistas de tenis y el salón, en la planta baja, la misma plaza roja de Moscú en pleno enero. En nuestro baño y en el dormitorio, en la parte más alejada de la chimenea, al respirar se formaba vaho. Nevaba al aterrizar en Berna, nevó durante todo el viaje por carretera y, afuera de nuestro refugio, se acumulaban montículos de nieve que casi tapaban por completo la cristalera del salón y las preciosas vistas que, según Dimitri, había hacia el valle. ¿Para qué mirar al exterior? Los copos eran tan grandes como pelotas de ping-pong y apenas se distinguían las luces de los edificios cercanos. Nada más aterrizar consulté el móvil, previsión de cinco bajo cero la temperatura más alta, ventisca y fuertes nevadas. Esto en Gstaad, arriba, en las pistas, era peor.
Juan Carlos, como siempre hacía cada fin de año, apareció con una cajita envuelta en papel de regalo de Cartier nada más llegar al chalet. Yo sabía que era su secretaria la encargada de hacer la compra en la tienda de Serrano.
—Mi amor, he estado muy liado. Una vez que los rusos firmen, seré todo tuyo el resto de la semana. Pero prométeme que también esquiaremos, me han dicho que hay unas pistas fabulosas.
Dentro había un collar, un colgante de oro con pequeños diamantes. Al verlo, también le habría jurado que me tiraría desde el trampolín de saltos.
—Te lo prometo, aunque estoy muy cansada. Esta noche no me pidas que me quede a tu lado hasta que los rusos y tú agotéis las botellas de vodka. Me iré a la cama pronto.
Juan Carlos debía pensar que yo era tonta, y la verdad es que mi interpretación pasando por ser una ingenua esposa habría logrado un Goya. Pero había empezado a no creerme mi personaje y a Juan Carlos, a él sí que le veías el fondo enseguida. Los cubitos de hielo de su whisky, lo que venía siendo yo misma, hacía tiempo que se le habían derretido. Pronto necesitaría otros nuevos. ¿Cuánto podría sacar yo del divorcio si Juan Carlos se codeaba con los mejores abogados del país? ¿Cuánto por acabar vendiendo mis Cartier? ¿Tres meses, seis?
Juan Carlos se detuvo al borde del precipicio, justo donde antes se encontraban las barreras. Yo estaba metro y medio tras él.
—Sí, sigue bajando. Por aquí es por donde me han dicho —le dije intentando que no me temblara la voz.
—Muy bien ¡ allí vamos! —respondió a la vez que clavaba los bastones en el suelo, levantaba el esquí izquierdo y, con los brazos, se impulsaba hacia delante.
El ruido de los huesos y de las tablas de esquí al romperse se escuchó durante casi medio minuto. Sus gritos duraron menos. Alguna roca debió abrirle enseguida el craneo.
No me quise quedar más tiempo. Me di media vuelta y descendí por la pista azul que comenzaba a la derecha del bar. Aunque no paraba de nevar, el frío y la tiritona se me habían pasado.
Las novias rusas de Dimitri y Nicolaev no se habían molestado en subir al teleférico. Ni un solo músculo debían haber movido desde que las habíamos dejado en la cafetería del aparcamiento. Estarían cansadas, las pobres. Poco me importaba la foto de ellas dos desnudas con Juan Carlos que en el desayuno Dimitri me había pasado. Mejor para Juan Carlos si la noche antes de morir había hecho lo que más le excitaba: cerrar un negocio, beber y follar.
A mí lo único que ahora me preocupaba era que Dimitri volviera a rodearme con su brazo cuando apareciera el cuerpo de Juan Carlos. Su interés por consolarme era sincero. Si él sentía debilidad por las pelirrojas, ya se me había insinuado cuando me dio la foto, el mío por consolidar el acuerdo comercial con la que a partir de hoy sería mi empresa no lo era menos. Eso sí, a partir de ahora los acuerdos los cerraríamos en cualquier isla del Caribe.
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