Desde tu balcón y con mis alas
me fui de luces contra la ciudad,
entre sus penumbras y oscuridades
solté luciérnagas a destajo
Y destellos de vocablos olvidados
que refulgían desde lo alto
entre esperanzas oxidadas,
aún no oscurecía del todo.
Una palmera invasora de la flora
vecina de mi ventana meridiana
dormía la siesta antes que yo.
Su soledad ahíta y mi perro hecho ovillo
presagian una noche de insomnio.
Las cumbres nada borrascosas
perfilaban un horizonte sin rojos…
¡Amo los horizontes rojos!
Y hoy brillan por su ausencia,
habrá que perdonar los enojos
de un Dios incomprensible y sin clemencia.
Las nubes azogadas en un viento apaciguado
me dilatan las ganas sin tu presencia,
que más da que te extrañe
cuando la noche caiga sin duelo,
Y una soledad imperdonable me pueble los huesos.
Ya vendrán los fantasmas a llevarse mi celo
Y una nota de guitarra a llenar mis silencios.
Algún día removeré las estrellas en una faena secular
con un arado planetario y un ventarrón agitado que sirva de acicate.
Soltaré luciérnagas vagas, sobre las nubes
para no morir sin el titilar de la luz en los inviernos
ásperos y fríos.
Alentaré un mitin estelar contra la soledad que nos gangrena,
cambiaré el inexpresivo silencio de quien se resguarda
más allá de la bóveda celeste, con gestos callados y misterios,
mientras una horda de incesantes, sin abatimiento ni desgano
le azuzarán para que llueva de su limpio llanto sobre los campos.
Y los maizales y los agaves crezcan sobre la esperanza anémica,
que se resquebraja de dolor en los surcos y en los pies del barro.
En el pecho de los indolentes se apocará el resplandor austero
de una pólvora apagada sin efecto.
Y en el cielo, la luz más alegre de todas las victorias,
colmada de tu gracia, se derramará sobre los versos.